Casi con certeza , Luiz Inacio Lula da Silva será el próximo presidente de Brasil. Casi con la misma certeza puede decirse que su segundo gobierno será igual, o quizá peor, que el primero. El Partido de los Trabajadores (PT) salió muy debilitado luego de los sucesivos escándalos de corrupción, y es difícil que consiga revalidar el desempeño de las pasadas elecciones, con lo que la base parlamentaria que sustentará al nuevo gobierno será más débil y Lula dependerá más aún de sus aliados de centroderecha.
El principal éxito del gobierno Lula radica en su política exterior, orientada a fortalecer las relaciones Sur-Sur, a través de alianzas como el G-20 y el IBAS (India-Brasil-Africa del Sur), además del estrechamiento de vínculos comerciales y de negocios con China y la puesta en pie, aún débil, de la Confederación Sudamericana de Naciones. La cancillería, comandada por Celso Amorim, ha desplegado vastas alianzas en todo el mundo y busca posicionarse para conseguir el ansiado asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU. Así y todo, la política exterior presenta nubarrones: la misión militar en Haití es el más notable, y a ello se suman los conflictos que mantiene Petrobras en Bolivia y Ecuador, donde ha contado con el apoyo del gobierno.
En general, las sombras del primer gobierno Lula son más potentes que las luces. La corrupción que afecta al PT y al propio gobierno es quizá la más densa de esas sombras. Hasta que llegó al gobierno el PT se erigía como "el partido de la ética", pero bastaron pocos años al frente del país para enlodar su imagen, al punto que cuando Lula deje la Presidencia, en 2010, es improbable que surjan recambios por la izquierda. El gobierno petista ha conseguido lo que no pudo la derecha: hacer retroceder a la izquierda varios casilleros e hipotecar su futuro.
Por más que algunos sectores abrigan la esperanza de que el segundo mandato represente un giro en la política económica neoliberal por la que optó Lula, no se avizoran signos de ruptura con el capital financiero. En estos cuatro años la gran banca tuvo las mayores ganancias en su historia y los ricos se volvieron más ricos, en tanto la política de elevado superávit fiscal y las altas tasas de interés ahogan a los sectores productivos. La reforma agraria está paralizada, pero el agrobusiness marcha viento en popa. En consecuencia, la relación de fuerzas ha registrado una consolidación de las elites brasileñas y, muy en particular, del sector financiero.
Los planes sociales explican el amplio respaldo del gobierno. Unos 40 millones de brasileños se benefician de varios programas sociales, a los que se destinaron 13 mil millones de dólares. El plan Hambre Cero agrupó programas que venían del gobierno anterior, pero se les inyectaron más recursos y aumentaron las familias beneficiarias. Once millones de familias reciben 61 reales al mes (28 dólares), mientras en 2002 recibían apenas 24 reales, y el salario mínimo creció 32 por ciento descontando la inflación. Según la Fundación Getulio Vargas, con Lula la miseria cayó de 26.7 por ciento a 22.7 por ciento de la población. Aun así, 42 millones de personas viven bajo la línea de pobreza con ingresos de dos dólares diarios. Y la desigualdad es atroz: en 2005, el 50 por ciento más pobre percibía 14 por ciento de los ingresos; en tanto, el 10 por ciento más rico se llevaba 45 por ciento de la riqueza. En el nordeste, tradicional feudo de la derecha, el respaldo a Lula asciende a 70 por ciento. Los planes aliviaron la pobreza, pero no alcanzan a modificar el cuadro social ni propician una redistribución de la riqueza, aunque siguen alimentando prácticas clientelares de las que ahora se beneficia Lula.
Los programas focalizados, inspirados en los modelos del Banco Mundial, no consiguen, ni se lo proponen, revertir la exclusión social. Uno de cada tres brasileños está desocupado o sobrevive en la economía informal, donde recalan la mayoría absoluta de jóvenes y gran parte de las mujeres. El círculo infernal que alimenta la marginación no ha sido interrumpido y sigue generando gigantescas periferias urbanas miserables, atendidas por los programas sociales pero vigiladas de cerca por las fuerzas de seguridad. El mayor dinamismo económico y de consumo sigue concentrado en las clases medias y medias altas, protegidas por impresionantes redes de seguridad.
Sin romper este círculo, no habrá cambios en Brasil. En los últimos cuatro años hubo un momento en el que pudo torcerse el rumbo. Fue durante la crisis política de mediados de 2005, a raíz del escándalo de corrupción conocido como "mensualidad": la compra de votos de decenas de parlamentarios gracias a un esquema de corrupción liderado por José Dirceu, mano derecha de Lula. Pero el presidente optó por seguir el mismo camino. En ese momento dirigentes del MST (Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra) consideraron que el gobierno Lula había terminado, en tanto gobierno del cambio.
En América Latina, los cambios sólo sobrevienen en medio y como consecuencia de profundas crisis políticas, en periodos de aguda desestabilización. En el centro del torbellino social se generan las condiciones para la emergencia de movimientos que, en definitiva, son los hacedores de los cambios al crear nuevas relaciones de fuerza. Así sucedió en Argentina, Venezuela, Bolivia... Pero la cúpula del PT y Lula retrocedieron ante el menor atisbo de inestabilidad. Optaron por lo seguro. Lo seguro es, siempre, el status quo. En esa situación, las elites toman aire, replantean estrategias y se disponen a pasar a la ofensiva. En su segundo gobierno, Lula será prisionero de esas elites, a las que no quiso combatir, concedió privilegios, y ahora esperan el menor descuido para tumbarlo.
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