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lunes, agosto 20, 2007

Un día cualquiera (Hermann Bellinghausen)

Ni supo bien cómo, el doctor Freitas se hizo de una pistola. Cargada. En cuanto la tuvo consigo, pero no antes, le pareció bien, por si llegaba a necesitarla. ¿Necesitarla? Sí, eso pensó. Después de tanto sobresalto de nomás pisar la banqueta, no resultaba descabellado. En opinión de los policías (los únicos con derecho para opinar y juzgar “en primera instancia”), cualquier persona es delincuente o algo peor hasta probar lo contrario, y convencidos de que nadie es inocente, te tratan como si fueras peligroso. “Si tanto insisten en que somos peligrosos, a lo mejor es cierto”, pensó Freitas. La idea no era nueva, pero él, que es pacifista y no practica la violencia, no imaginaba convertirse en un pacifista con una 38 especial en una gaveta del consultorio.

Su trabajo es ir por donde la violencia pasa. En estos tiempos, casi toda enfermedad humana es causada por la violencia. La miseria es violencia. El control de la expresión pública también. La represión legal. La agresión sexual. Con chingadazos a cada rato, mucha gente sale lastimada últimamente.

La sopesó el primer día, cuando la intercambió por su motoneta con Carlos, el dueño del bar de costumbre. Ya ni usaba la vieja Honda; para como estaba todo, era una forma más de vulnerabilidad: “¿En qué condiciones sería capaz de usar el arma? Una cosa son las novelas policiacas y otra la vida que llamamos real”. La cabeza le daba vueltas al tema. Por lo demás, la pistola en su poder era un hecho consumado.

Fría, más firme que pesada. Según Carlos, seminueva. Es decir, había disparado. ¿De prueba? ¿Contra alguien? ¿Le dio? ¿Lo mató? ¿O la usaron para quebrar botellas? “Es un revólver para damas”, había dicho Carlos socarronamente.

No hace falta ser doctor para saber que existen muchas formas de morir, pero de matar, sólo tres: en defensa propia, en agresión, o a lo pendejo. En cierto modo todas son a lo pendejo; la primera un poco menos, algo que hasta la ley, al menos en teoría, reconoce como atenuante.

La pregunta la había planteado Georgy Konrad allá por cuando cayó el muro de Berlín: ¿matar es asesinar? De entrada, el escritor húngaro respondía que siempre lo es. Sin embargo, reflexionaría durante páginas a punta de aforismos como tiros, dándole muchas vueltas al asunto. Freitas no planeaba darle tantas. Contaba con no llegar al caso de decidir entre defenderse, morir matando, dejarse matar, no poder evitarlo, matarse u otras opciones. Konrad reflexionaba en cosas del tipo de si alguien hubiera matado a tiempo a Hitler hubiera salvado muchas vidas, pero igual sería un asesino.

Desde que estudió medicina, como todos los que lo hacen, Freitas se acostumbró (y no) al fiambre humano. Los anónimos cuerpos en formol de las clases de anatomía apenas parecían personas, pero los recién fallecidos en los sótanos de Patología y los levantados por las ambulancias de la Cruz Verde consevaban algo del alguien que fueron, además del nombre. Los seres violentados son los más impresionantes, en especial los violentados aún con vida. Freitas prefiere, de calle, a los vivos. Como médico sabe que con ellos aún hay algo qué hacer. De eso se trata. Odia el dolor, pero odia más la muerte.

Por lo demás, uno nunca ha visto demasiado. Desde joven Freitas determinó que no sería de esos médicos (policías, ministerios públicos, abogados, jueces, soldados, verdugos, enterradores) que de tanto haber visto ya no ven nada.

El popular apodo “matasanos”, referido jocosamente a su profesión, nunca le cayó en gracia, pero tampoco le molesta, lo olvida enseguida. Otros son los verdaderos matasanos. Hasta el momento de su defunción, los asesinados suelen ser gente sana. Poco más, poco menos. El principal agente patológico de los padecimientos humanos que atiende Freitas es otro ser humano. O varios.

Empezaba a necesitar un trago. De preferencia fuera de la madriguera de su casa-consultorio. Vistió el saco y se encaminó al bar, más por la bebida y el ambiente colectivo que por Carlos, con quien la relación es amable, pero poca. Consideró la posibilidad de embolsarse la pistola. Se detuvo. Dudó. Concluyó que no, por ahora. Portar un arma significa que estás dispuesto a usarla. Mientras alcanzaba el corredor y abandonaba el edificio decidió, incómodo, que al regreso, a más tardar mañana, se desharía de ella. Ha de ser fácil venderla, pensó. Hay tanta gente interesada en tener una, estos días.





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