Cuando empieza a perderse el poder político, quienes aún lo detentan disimulan su creciente debilidad tras la parafernalia de los medios, los aparatos burocráticos y la policía. A través de sus cuarteaduras, sin embargo, la gente empieza a darse cuenta de que el emperador está desnudo. Es el momento del cambio.
Uno de los aprendizajes más importantes de los oaxaqueños en este periodo de transformación profunda se refiere a los medios. Las mujeres que ocuparon valientemente el sistema estatal de comunicación estaban hartas de observar la contradicción entre lo que estaban viviendo y lo que decían de su realidad los medios electrónicos. Su credibilidad y capacidad de manipulación se rompieron para siempre.
Los aparatos burocráticos encarnan el gobierno y expresan el poder político de los gobernantes. Los mexicanos mantenemos con ellos relaciones muy ambivalentes. Aunque no los percibimos como instituciones sacrosantas, los aceptamos como sustento formal de nuestra convivencia.
Quienes se encaramaron de mala manera al control de esas instituciones, sin embargo, las han desmantelado. Algunos, fanáticos del mercado, lo hicieron por fundamentalismo ideológico; otros para servirse de ellas y obtener provecho político y económico. La destrucción causa enojo o frustración y a menudo propicia la parálisis, pero sirve también para despertar y estimula la acción autónoma.
Las instituciones electorales ilustran bien este proceso. Son resultado de prolongadas luchas democráticas para enfrentar las trapacerías del PRI. No han sido los ciudadanos o la oposición política quienes ahora las han destruido, sino sus propios operadores. Desde las campañas políticas los oaxaqueños vieron venir el fraude que instaló a Ulises Ruiz en la gubernatura. El uso grotesco de los medios, los recursos públicos y la intimidación política y administrativa estuvieron a la vista de todos. La gente padeció directamente las trácalas de la jornada electoral. La gota que derramó el vaso fue la resolución del TEPJF, cuando reconoció el cochinero pero se lavó las manos.
Todos los días se repite el discurso que exige respetar las instituciones y encauzar a través de ellas todo impulso de transformación. Es una vieja y obsoleta cantinela. Decía don Juan David García Bacca: "La Iglesia es santa, el Estado es santo, la Humanidad es santa. A la hora de la verdad las catástrofes, barbaridades y barrabasadas, errores y dislates sociales, religiosos, políticos, económicos, mundiales o nacionales, no son ni efecto ni responsabilidad de nadie, y al principio de causalidad física, moral o religiosa que lo parta un rayo; o se lo pone todo a la cuenta de Dios, de su providencia o secretos -que es una manera urbana, con urbanidad teológica, de decir: 'Ahí nos las den todas'".
Estamos en la hora de la verdad. En la hora de curas y gobernantes pederastas, que solapan narcos; de pillos conocidos y reconocidos que encabezan gobiernos o fracciones parlamentarias; de funcionarios que aun antes de tomar posesión entran en negociaciones oscuras, no podemos seguir aceptando la tapadera del valor sacrosanto de las instituciones.
Ha pasado de moda citar a Marx, pero no puedo dejar de hacerlo en esta ocasión. En una carta a Ruge escribió lo siguiente: "Lo que tenemos que llevar a cabo es, creo yo, una crítica de todo lo establecido, crítica sin consideración alguna, tanto en el sentido de que la crítica no se espante de sus resultados, como en el de que no se arredre ante el conflicto con los poderes constituidos". De eso se trata hoy.
De eso se trata, sobre todo, ante la posibilidad de que esos poderes constituidos decidan apelar a la fuerza ante conflictos que son incapaces de procesar pacífica y democráticamente, como el caso de Ulises Ruiz. Con cinismo inaudito, gobernadores y dirigentes del PRI y del PAN y el trashumante Congreso local exigen usar la fuerza pública ante la lucha popular.
Los gobernantes recurren al ejército y la policía cuando carecen de poder político, cuando ya no pueden conducir políticamente a la sociedad, cuando pierden la confianza de la gente. En las condiciones actuales, ante el extenso despertar colectivo de los oaxaqueños, el uso de la fuerza pública puede causar gran daño, pero quienes lo ordenen no podrán recuperar el poder que han perdido. Se habrán ensuciado inútilmente las manos.
Los oaxaqueños no se arredran ante esa amenaza. Si se cumple la enfrentarán con la misma vocación pacífica que han demostrado hasta ahora. En esa lucha contarán seguramente con la solidaridad de otros muchos mexicanos, que la observan como si estuvieran ante un espejo, viendo en ella anticipaciones de la que ellos libran actualmente para rescatar el país.
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