Nacieron en Nueva Jersey o San Diego, pero se sienten sitiados e incluso odiados
Rufayda Hassan, de Fairfax, Virginia, durante un receso de la 43 Convención Anual de la Sociedad Islámica Estadunidense, en la ciudad de Chicago Foto Ap
Chicago, 5 de septiembre. Un hombre de ojos castaños y piel oscura, con fuerte acento estadunidense, se acerca a hablar conmigo. Supongo que es iraní o tal vez paquistaní. Le pregunto de dónde viene. "De Austin, Texas", responde. Otro chasco para Fisk. Pero, ¿de dónde es originario?, le pregunto. "Nací en Newark, Nueva Jersey." Fisk carraspea. Y su familia, ¿de dónde viene? Comienzo a sentirme como un agente de Seguridad Interna trazando el perfil racial de mi nuevo amigo. "Lahore", responde lacónicamente mientras trato de hacer correcciones. La única ciudad hermosa de Pakistán, le digo, y me sonríe con sarcasmo.
Y allá voy cometiendo el mismo error en la sala de conferencias donde se reúne la mayor convención de musulmanes estadunidenses -unos 32 mil- para una semana de discursos y debates que van de la drogadicción a la "nueva" y sanguinaria política de Condi Rice en Medio Oriente; de la banca sin interés al uso de la tortura por el gobierno de Bush y, claro, a los efectos que los crímenes internacionales contra la humanidad del 11 de septiembre de 2001 han tenido sobre los musulmanes.
¿Usted es jordana?, pregunto. "De Denver, Colorado", me contesta la joven. Nacida en San Diego. Su familia sí, de Jordania. ¿De Líbano?, pregunto a otra. "Búfalo, Nueva York." La familia es de Siria.
Me lleva un rato darme cuenta de que estoy jugando a lo mismo que tantos estadunidenses no musulmanes después de los secuestros de aviones. Husmeo a los enemigos del mundo apenas poco después de que el presidente George W. Bush entró en fase paranoica al pronunciar un discurso ante la Legión Estadunidense en Salt Lake City. Dijo allí que el país libra "la lucha ideológica decisiva del siglo XXI" y luego machacó con el tema de Hitler recitando los argumentos que se usaron antes de la Segunda Guerra Mundial contra la política de distensión.
Resulta extraño que sean los conversos musulmanes, y no los que nacieron en esa religión, los más severos con Bush. "Quiere una guerra eterna", expresa un joven de barba castaña pero de ojos muy azules: sí, viene de Vermont. "Dice pendejadas y tenemos que escucharlo y prometer que no seremos violentos, porque si no alguien nos señalará con el dedo." Todos coinciden en que el elemento más pernicioso de la última filípica de Bush es el obsequio que hizo a Israel al poner a Ehud Olmert en las filas de su "guerra al terror", con lo cual en forma más que específica liga la masacre de civiles libaneses en julio y agosto con su propio proyecto maniaco, al sostener que los combatientes de Irak y Líbano "forman los contornos de un solo movimiento, una red mundial de radicales que usan el terror para matar a quienes se atraviesan en el camino de su ideología totalitaria".
Busco la ira entre estos miles de hombres de negocios de Seattle, estudiantes de Harvard y amas de casa de Miami. Está allí, lo sé, pero, como hace notar un amigo armenio, parecen felices. Y es cierto. Hay más sonrisas que expresiones de desprecio, más bebés a la espalda de sus padres y en carritos que carteles con escenas de dolor. De hecho no hay carteles.
Pero creo saber la verdad. En su entorno, como pequeñas minorías en los pueblos y ciudades del país, los musulmanes estadunidenses -tal vez unos seis millones- se sienten sitiados, objeto de recelo e incluso de odio. En cambio, en el centro de convenciones son una confiada mayoría, sobre todo sunita -los chiítas del país, que tal vez sean los más numerosos, carecen por el momento de las mismas capacidades de organización-, que alegremente hace caso omiso de la policía del estado de Illinois y del escuadrón antibombas de Chicago. Observo a esos agentes que, pistola al cinto, van de puesto en puesto y de cuando en cuando inspeccionan las cajas de libros apiladas contra las paredes. ¿Quién creen que vaya a lanzar una bomba a los musulmanes en Chicago?, me pregunto.
Salam Marati -uno de los pocos que encontré que en verdad nacieron en el mundo árabe, en su caso en el suburbio de Qadamiyeh, en Bagdad- es director del Consejo Musulmán de Asuntos Públicos (CMAP), grupo activista de Los Angeles que con frecuencia llama a los musulmanes del país a colaborar con las autoridades contra la violencia, pero que ve otros peligros y otros blancos de la ira política musulmana: los cabilderos pro israelíes, quienes insisten con ostentación en que la vasta mayoría de musulmanes estadunidenses son pacíficos y respetuosos de la ley, pero que existe "una red de terror islámico" en el país.
Daniel Pipes es persona non grata, al igual que Steven Emerson, periodista independiente que pergeña un artículo tras otro sobre la "jihad estadunidense" para periódicos tan augustos como The Wall Street Journal, que por cierto se parece cada vez más al Jerusalem Post. Emerson y su trabajo son hechos trizas por Marati y sus colegas en un folleto que circula con profusión, titulado Terrorismo contraproducente: cómo la retórica antislámica obstruye la seguridad interna en Estados Unidos.
"Los que representan a grupos pro israelíes continúan intimidando y marginando a quienes critican las políticas israelíes, acusándolos de ser pro terroristas", comenta Marati con una mezcla de rabia y fastidio. "Eso va en detrimento del país y del combate al terrorismo."
Maher Hathout, consejero del CMAP y originario del suburbio de Qasr Aimi, en El Cairo, está, si cabe, aún más indignado. "Somos un grupo de estadunidenses que no se dejan intimidar", manifiesta. "Va uno a las universidades y los estudiantes musulmanes son los más vehementes. Preguntan -preguntamos- cómo podemos hacer que el estadunidense promedio, que sabe la verdad sobre Medio Oriente, tenga los redaños para decirla. Nuestra tarea es decir: 'Qué pena de ti. Criticas a tu presidente, pero cuando hablas de Israel, susurras'. ¿Qué ha pasado con el hogar de los valientes?"*
El CMAP, que opera en Chicago bajo los auspicios de la Sociedad Islámica de Norteamérica, claramente pro saudita, ha producido un manual llamado Campaña del ciudadano común para combatir el terrorismo, que contiene citas del Corán ("El que mata a un ser humano... es como si matara a toda la humanidad") y aconseja a sus favorecedores: "Es nuestro deber como musulmanes estadunidenses proteger a nuestro país y contribuir a su mejoramiento".
"Pero, ¿qué es la identidad musulmana estadunidense?", pregunta Marati. "Nuestros valores religiosos y nuestros valores estadunidenses no son incompatibles. No hay disonancia entre los principios fundacionales de Estados Unidos y los valores musulmanes. Si no tenemos esa identidad, seremos atrapados. Acabaremos creando guetos musulmanes en Estados Unidos."
A veces, sin embargo, estos hombres y mujeres me recuerdan un tanto a los miembros más ardientes del cabildo israelí -o armenio-: elocuentes, quizás un poco más de la cuenta, apasionados... y me pregunto si algún día podrían llegar a perder algo de contacto con los hechos.
* Alusión a la línea final del himno de Estados Unidos, que exalta a esa
nación como "la tierra de los libres, el hogar de los valientes". (N. del T.)
© The Independent
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