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lunes, abril 02, 2007

Zedillo, el genocida invisible (Hermann Bellinghausen)

Hoy que las ejecuciones y destazamientos pueblan la cotidianidad del imaginario colectivo, con momios que crecen día con día y nos conducen a la "trivialización del número" tan cara a la experiencia fascista (ver Hannah Arendt y Elías Canetti), todo indica que se ha olvidado, sin mayor escándalo, al gobierno mexicano más genocida de los tiempos modernos: el de Ernesto Zedillo Ponce de León, último presidente del PRI y del siglo XX.

La aplicación profunda que su régimen hizo del modelo neoliberal, detestable como es para la mayoría de la población, posee legiones de apologistas, socios, cómplices y hasta algunos convencidos de buena fe, los tontos útiles que nunca faltan. En cambio las matanzas de indígenas que marcaron su gobierno hoy se recuerdan en una abstracción histórica aún mayor que el 68. Gustavo Díaz Ordaz sigue siendo el ogro, y tras él Luis Echeverría, a quien sus fiscales arrimaron al banquillo de los acusados sin lograr sentarlo, pero ningún ex mandatario estuvo tan cerca.

¿Y no vendría después el "villano favorito", el chupacabras, el poderoso Carlos Salinas de Gortari? Blanco de vituperios y caricaturas incansables, perseguido por el desprestigio y por el fantasma de una sola muerte: la de su malogrado candidato a sucesor Luis Donaldo Colosio. De ahí salió, en mero 1994, el sustituto Zedillo, the man that wasn't there. Y esa astuta capacidad tan suya de "ausentarse" es la fecha que lo cubre con impunidad no sólo jurídica sino de imagen pública (que también importa aunque no encarcele).

De milagro sobrevivía para entonces el sistema monárquico del PRI, y así se salió con la suya aquel hijo obediente de Mexicali, malo para contar chistes malos que todos le festejaban, pero que del kínder a Harvard sacó puros dieces y nunca faltó a clases. Para cuando trepó a la silla, él que ni quería, ya había manejado las finanzas nacionales, la educación pública y su propio partido, que todavía era El Poder.

Dos recurrentes estampas suyas deberían ser recordadas. Una, la de su fascinación por retratarse entre generales, tanques, cañones, tropas con armas largas. Por más que se esmera, Felipe Calderón sigue lejos de ganarle. Y la otra: él inaugurando gigantescas astas para banderas monumentales en muchas partes, acto que denotaba un irrefrenable complejo de inferioridad. Eran símbolos de conquista. Es así que una de esas banderotas ondea en la base militar de San Quintín, al fondo de la selva Lacandona, una de sus zonas favoritas para alardear, bucear (fue nuestro presidente buzo) y hacer una guerra de verdad.

Adoraba Chiapas, se llevó de a cuartos con sus procónsules interinos Julio César Ruiz Ferro y Roberto Albores Guillén. Y contó allí con un enemigo auténtico, al que traicionó en dos negociaciones de paz y al que no obstante fue impotente para derrotar: el EZLN. A partir del 9 de febrero de 1995 (antes de sus primeros 100 días) Zedillo mostró su calaña, militarizó las comunidades y echó a rodar una guerra de baja intensidad con ferocidad contrainsurgente que causó centenares de muertes indígenas en Tila, Sabanilla y Chenalhó, sus laboratorios de "guerra civil" controlada.

En ese contexto, y con ese comandante en jefe, sucedieron las masacres de Aguas Blancas, El Charco, Acteal, El Bosque y los Loxichas, a cargo de soldados, policías o paramilitares, en cualquier caso gente de su gobierno o de su partido político que nunca se mandó sola. Esto suma varios Tlatelolcos. No impulsivos, sino científicamente planeados. No olvidemos que se trata de un "doctor" con trayectoria académica.

Pudimos horrorizarnos a escala nacional e internacional. Acteal fue sinónimo de ignominia. Abundaron pruebas forenses, videos, testimonios. Por las matanzas cayeron los gobernadores de Chiapas y Guerrero, no el de Oaxaca. Pero la renuncia del presidente nadie la planteó siquiera. Okey, el rey es rey mientras está arriba. Pero, ¿y después? Ya ven que el canibalismo político no perdona. Ninguno antes que él se salvó, y su sucesor Vicente Fox parece que tampoco. Que permanezcan todos impunes es otra cosa.

Pero Zedillo se fue "limpio". Nadie lo acusa ni acosa. El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y Harvard lo adoran. Trabaja para los consejos directivos de las trasnacionales que favoreció como gobernante: Union Pacific (gracias por los trenes), Procter and Gamble y otras. Imparte conferencias, le pagan y le aplauden. Vamos, hasta tiene el descaro de opinar. Se inventó el terminajo "globalifóbico" para oponerlo a su globalifilia. Qué tesoro.

Un deliberado asesino de indios inconformes, dignos y dispuestos a luchar por México. Sin contar el genocidio silencioso del despojo, el exilio y el hambre de los cuales fue también responsable directo. Hasta sus correligionarios lo consideraron traidor. Pero nadie le reprocha ya nada. Sus hijos se dan la gran vida en todas las revistas del corazón y él mismo es proclive a cantar rancheras con su cuate El Potrillo y departir con sir Bono, el de U2. Sonríe en todas las fotos. ¿Cómo le hace?

La Jornada





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