Se ha hecho posible, al precio de tragedias como las de Tabasco, someter al debate público un precepto central de la religión dominante: la meta del acelerado crecimiento económico. Cincuenta años de propaganda convirtieron este dogma de economistas en prejuicio general. Se acepta ya sin mayor discusión que es algo deseable. Ha llegado la hora de abandonar tan perniciosa obsesión.
Que la economía crezca indefinidamente, junto con la población, parece un principio de sentido común. Pero no lo es. Muchas cosas deben crecer hasta alcanzar su tamaño: las plantas, los animales, las personas. Cuando alguien alcanza su tamaño y algo le sigue creciendo, llamamos cáncer a esa protuberancia. Buena parte de lo que aumenta cuando crece la economía registrada es un cáncer social. Crecen la especulación, la producción irracional o destructiva, la corrupción y el despilfarro, a costa de lo que necesitamos que aumente: la justicia social, el bienestar de las mayorías.
En todos los países hay cosas que han crecido de más, por lo que deben achicarse, y otras que no han crecido suficientemente o que necesitan seguirlo haciendo, para beneficio general. Una alta tasa de crecimiento económico, que se mide con el del producto nacional bruto, expresa habitualmente que sigue creciendo lo que ya es demasiado grande, un auténtico cáncer social, y que se achica lo que debería seguir creciendo.
El crecimiento económico produce lo contrario de lo que se promete con él. No implica mayor bienestar o empleo para las mayorías, o mayor eficiencia en el uso de los recursos. Es lo contrario: genera miseria, ineficiencia e injusticia. Hay abundante experiencia histórica para sustentar este argumento. Continuar planteando una alta tasa de crecimiento económico como meta social es pura insensatez. Ha de atribuirse a bendita ignorancia, a cinismo o a una combinación de los dos.
Hace casi 40 años Paul Streeten documentó rigurosamente, para la OIT, la perversa asociación entre crecimiento económico e injusticia. Demostró que a mayor crecimiento corresponde mayor miseria y que hay una relación de causa a efecto entre uno y otra. Mostró también que el famoso “efecto cascada”, la idea de que la riqueza concentrada se derrama sobre las mayorías hasta generar su bienestar, es una ilusión perversa sin mayor fundamento.
Concentrar el empeño social en el crecimiento económico encubre lo que realmente se persigue: mayor opulencia de unos cuantos, a costa de la miseria general y la destrucción del patrimonio natural. Esto resulta apenas lógico, porque esa obsesión de economista no hace sino aplicar al conjunto de la sociedad una necesidad estricta del capital que sólo a él se aplica: capital que no crece, muere; y así ha de ser indefinidamente. Por eso cultivar la obsesión implica girar un cheque en blanco a los cabecillas del mercado o el Estado para que hagan de las suyas en nombre de un bienestar general que nunca llega y que, por esa vía, nunca llegará.
Necesitamos recuperar el sentido de la proporción, que no es sino otra forma del sentido común: el que se tiene en comunidad. Contra la sociedad del despilfarro, el desecho, la destrucción y la injusticia, la que produce el calentamiento global al que ahora se achacan los desastres causados por la irresponsabilidad, podemos levantar el valor de la renuncia sensata y responsable a lo innecesario en nombre de metas sociales viables, que descarten para siempre la idolatría del crecimiento económico.
Ha llegado el tiempo de plantearnos seriamente las ventajas de una tasa negativa de crecimiento general, especificando con claridad lo que queremos seguir estimulando. Se trata, por ejemplo, de apoyar a sectores altamente eficientes, productivos y sensatos, como los que forman la mayor parte del perseguido “sector informal”. Eso implica concentrarse en ampliar las capacidades productivas de las mayorías, en vez de dedicarse a apoyar a gigantes ineficientes. La pesadilla de los economistas: una caída en el producto bruto podría ser una bendición para la mayoría de la gente.
Es hora de detener la locura dominante. Han de crecer unas cosas y contraerse otras. Que aumenten nuestras capacidades de sustento y nuestra autonomía vital. Que se amplíen los espacios y maneras en que podemos ejercer nuestra libertad e iniciativa. Que se multipliquen las oportunidades propicias para la vida buena, según la manera en que cada persona y cultura defina en qué consiste vivir bien. Y que, para hacerlo posible, se reduzca el peso de una economía registrada que nos agobia y oprime, en todo aquello que contraríe la buena vida de todos o destruya la naturaleza.
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