I
La masacre de Acteal no fue la primera ni la única en el prolongado proceso del conflicto de Chiapas. Pero fue en la que el gobierno mexicano puso más empeño a fin de transformarla en sólo un eslabón de una cadena de conflictos intercomunitarios. Para apuntalar esta versión oficial el gobierno mexicano recurrió a diversos procedimientos, algunos de ellos extremos. Pasó por alto sistemáticamente hechos fundamentales; creó un libro blanco sobre Acteal donde la Procuraduría General de la República (PGR) describe a modo los acontecimientos, modificando, distorsionando u olvidando información; intentó desconocer la existencia de planes militares dados a conocer desde el 5 de enero de 1998 por Carlos Marín en la revista Proceso; en discursos oficiales manipuló la noción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) a veces para negar su existencia y en otras para proponerlo como protagonista, precisamente, de los enfrentamientos intercomunitarios. Los planes militares que dio a conocer Carlos Marín 15 días después de la masacre de Acteal describen, como parte de una contrainsurgencia minuciosamente diseñada, tanto la inducción de desplazamientos de poblados y la creación de conflictos sociales entre comunidades como la aplicación de medidas sólo militares antes y después de los acontecimientos de Acteal.
Sin embargo, las consecuencias políticas de la masacre de Acteal fueron descomunales en el aparato de gobierno para haber sido un eslabón de un conflicto intercomunitario. Provocó, en la dimensión estatal, las renuncias del gobernador de Chiapas y de otros funcionarios de primeros niveles; en el ámbito federal, la renuncia del secretario de Gobernación. Nunca un “pleito de indios” afectó a tantas cabezas de los gobiernos estatal y federal. ¿No fueron las renuncias una forma de reconocer la responsabilidad activa de las autoridades estatales y federales en este “pleito de indios”?
A 10 años de la masacre de Acteal es oportuno retomar algunos aspectos indelebles vinculados con esa mañana del 22 de diciembre de 1997. Por ejemplo, ¿por qué la policía del estado trató de eliminar los cadáveres de la masacre de Acteal la madrugada del 23 de septiembre de 1997 y posteriormente trató de alterar el parte sobre las víctimas y los procedimientos sanguinarios de los paramilitares? ¿Por qué el ejército desplegó después una agresiva campaña de desarme entre las víctimas y los simpatizantes del EZLN y no entre los agresores? Sí, ¿por qué el Ejército pensó que las víctimas debían ser desarmadas, pero los agresores no? ¿Por qué el Ejército y las autoridades civiles privilegiaron los términos de “enfrentamientos intercomunitarios” o “grupos de autodefensa” por encima de “grupos paramilitares”? Si se trataba de diferencias intercomunitarias, ¿por qué remover al propio gobernador de la entidad y al titular de la política interior del país? Hagamos un repaso de algunos puntos que la versión oficial sobre Acteal tuvo que modificar, distorsionar o pasar por alto.
Recordemos, primero, que los días 18 y 19 de diciembre de 1997 el entonces presidente Ernesto Zedillo efectuó una visita oficial a Nicaragua. El periodista Danilo Lacayo lo recibió el día 19 en la televisión nicaragüense; en esa entrevista Zedillo declaró que no había ya guerrilla en México. Sin hacer mención directa del EZLN, afirmó que a principios de 1994 había aparecido “un grupo” de manera violenta, pero que desde entonces se habían dado las condiciones sociales para que esos hechos no volvieran a suceder. Las declaraciones demostraban el interés del gobierno mexicano por permanecer ciego a la insurrección zapatista; negar al EZLN era un eslabón de una sistemática operación política de distorsión para no resolver el conflicto de manera pacífica. En cambio, intencional o tendenciosamente, pasó por alto la aparición “violenta” de numerosos grupos paramilitares en muchas comunidades de los Altos y las Cañadas que contaron con “condiciones sociales” apropiadas para proliferar.
Tres días más tarde, el 22 de diciembre, en el municipio de Chenalhó, en Acteal, se habían concentrado los desplazados conocidos como las Abejas, atentos a los rumores de que preparaba un ataque contra ellos uno de los grupos paramilitares (que el Ejército y autoridades civiles ya designaban oficialmente como de “autodefensa civil”); este grupo pertenecía a la comunidad de Los Chorros, había sido entrenado por cuadros de la policía estatal y lo había pertrechado con armas de alto calibre el presidente municipal priísta de Chenalhó, Jacinto Arias Cruz. Los miembros de las Abejas se concentraron desde las primeras horas de la mañana en la ermita del lugar, un galerón de madera con techo de lámina y piso de tierra firme. Para evitar el enfrentamiento con ese grupo paramilitar, muchos hombres se retiraron y sólo quedaron en su mayoría mujeres, niños y ancianos.
A las 10:30 de la mañana se encontraban de rodillas, rezando, en la ermita de Acteal, cuando comenzaron a oír disparos. Se aproximó al lugar el contingente agresor que portaba armas de alto calibre, uniformes color negro y pasamontañas. Eran individuos de las comunidades de Los Chorros, Puebla, Chimix, Quextic, Pechiquil y Canolal, que se habían transportado en camiones de los conocidos como de tres toneladas. Comenzaron a disparar, a mansalva, por la espalda, contra los desplazados que rezaban; al huir, la gente iba cayendo en el camino y en la barranca. Durante seis horas el contingente paramilitar disparó y ultimó a varias decenas de víctimas.
Al iniciarse la agresión, unas 325 personas oraban afuera de la ermita, porque el espacio era limitado y habían acordado hacerlo afuera. Cuando el grupo armado abrió fuego, algunas personas murieron en el lugar donde se encontraban, pero la mayoría se dispersó montaña abajo, entre los matorrales. Muchos corrieron hacia un arroyo que se localiza a unos 300 metros y se escondieron en una pequeña cueva. Hasta ahí llegaron a matarlos. El grupo paramilitar cesó de disparar las armas cuando consideró que había acabado con todos los que se encontraban en esa hondonada. Sólo se salvaron dos o tres personas que tenían encima los cuerpos de otros compañeros y que se mantuvieron quietas desde ese momento hasta que empezó a oscurecer y pudieron dirigirse a San Cristóbal. Por ellas se supo que la balacera duró unas seis horas. Las detonaciones se escucharon en San José Majomut y sobre todo en Quextic, población desde donde se observa con claridad Acteal.
Hacia la una de la tarde, cuando aún se desarrollaba la masacre, el vicario de la catedral de San Cristóbal, Gonzalo Ituarte, llamó por teléfono al secretario de Gobierno de Chiapas, Homero Tovilla Cristiani, para informarle de una fuerte balacera en Acteal y pedir su intervención inmediata. Homero Tovilla dijo no saber nada. A las seis de la tarde llamó al vicario para notificarle que la situación en Acteal estaba controlada, que se habían escuchado unos cuantos tiros y que había cinco heridos leves. Cerca de las nueve de la noche llegó a la catedral de San Cristóbal uno de los sobrevivientes, de nombre Vicente, a dar detalles de la masacre. Dijo que habían pedido auxilio a policías que acampaban cerca del lugar y que ellos respondieron que “no era de su competencia” y no intervinieron.
La Cruz Roja supo a las ocho de la noche que había enfrentamientos en el municipio de Chenalhó. Movilizó tres vehículos para el reconocimiento de la zona y se hallaron cuerpos sin vida en un barranco. Otras seis unidades de la Cruz Roja se integraron durante la noche a las tareas de rescate. El informe presentado por la Cruz Roja la mañana del siguiente día arrojó un total de 45 cadáveres, ninguno de los cuales parecía haber significado en vida un serio peligro ni un furibundo adversario para los paramilitares: un bebé, 14 niños, 21 mujeres y nueve hombres. Aparte de los 45 muertos, la agresión dejó además 25 heridos y cinco desaparecidos.
La policía de Seguridad Pública llegó cerca de las cuatro de la mañana al lugar de los hechos con el propósito de desaparecer los cadáveres y eliminar evidencias de la masacre. El 1º de enero, la directora de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), Mireille Roccatti, afirmó que el coordinador general de las policías en Chiapas, Jorge Gamboa Solís, y el director de Seguridad Pública, José Luis Rodríguez Orozco, incurrieron en negligencia u omisión, porque a las 10:30 de la mañana del 22 de diciembre ya se habían enterado de que algo ilícito estaba ocurriendo en la comunidad de Acteal y sin embargo dieron el reporte de “sin novedad” a la una de la tarde.
Detengámonos en el hecho de que los policías del estado que llegaron a Acteal a las cuatro de la mañana del día 23 de diciembre de 1997 se propusieron eliminar los cadáveres y borrar toda evidencia de la masacre.
Remitámonos primero al reportaje que publicó el 2 de marzo de 1998 Carlos Marín en la revista Proceso. Ahí reveló con detalle que la policía de Chiapas mantuvo siempre una conducta hostil contra las comunidades de simpatizantes del EZLN y que en la madrugada del 23 de diciembre llegó al extremo “de alterar las evidencias de lo que había sucedido en Acteal, al grado de que inventó muertes con arma blanca y destripamientos de mujeres encintas para fortalecer la cómoda hipótesis de venganzas entre indígenas primitivos”. Esta versión fue propalada por el gobierno estatal en una campaña de medios para sugerir que se había tratado de una especie de matanza ritual, al estilo de los kaibiles guatemaltecos. El Servicio Médico Forense del estado llegó inclusive a falsear su reporte para afirmar que 33 víctimas fallecieron por arma de fuego, siete por machetes o cuchillos (entre ellas varias mujeres embarazadas) y cinco por golpes en la cabeza.
En efecto, los policías estatales no preservaron el área de la matanza, no practicaron legalmente las diligencias para el levantamiento de cadáveres ni guardaron registro de los sitios donde se hallaron los casquillos de las balas percutidas. Tampoco permitieron, a pesar de su notoria negligencia, que intervinieran otros peritos en criminalística de campo.
Más tarde, sin embargo, los servicios periciales de la Procuraduría General de la República (PGR) determinaron que 43 víctimas habían sido ultimadas por arma de fuego y dos a base de golpes: 36 fueron asesinadas en las faldas del cerro, en una hondonada, y las nueve restantes fueron perseguidas y cazadas en las inmediaciones.
Ante estas irregularidades, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) planteó en su recomendación I/98, dirigida al nuevo gobernador de Chiapas y al procurador general de la República, las siguientes interrogantes:
¿Por qué los funcionarios públicos involucrados, dada la trascendencia y dimensiones del problema, no esperaron a que amaneciera para la práctica de diligencias tales como la fe ministerial de cada uno de los cuerpos, la preservación del lugar de los hechos y la fijación de evidencias como son fotografías, filmaciones, inspección ocular del terreno, entre otras, si las autoridades se habían hecho acompañar de aproximadamente 150 elementos de Seguridad Pública? ¿Por qué razón, tratándose de hechos delictuosos y de especial gravedad, no se conoce que haya tenido intervención el director de la policía judicial del estado? ¿Por qué razón le fue negado al subprocurador de Justicia Indígena, David Gómez Hernández, el apoyo de la policía judicial, específicamente del comandante Alvaro Gutiérrez destacamentado en Chenalhó? ¿Por qué Homero Tovilla Cristiani y Uriel Jarquín Gálvez, secretario general y subsecretario de Gobierno, dieron instrucciones a Gómez Hernández, siendo que estructuralmente éste no depende de ellos? ¿Por qué, tratándose de hechos tan graves, no se localizó al procurador general de Justicia del estado al iniciarse las acciones para enfrentar la emergencia ocurrida en Acteal? ¿Por qué razón, y ante la magnitud de los hechos, el subprocurador de Averiguaciones Previas, Ramiro Sánchez Vega, no ocurrió al lugar de la masacre con objeto de ordenar la práctica de diligencias básicas como sería la preservación del lugar de los hechos, la obtención de evidencias y la toma de fotografías, así como conducir la investigación?
El Ministerio Público de la Federación ejerció acción penal el 26 de diciembre por los delitos de homicidio calificado, lesiones y asociación delictuosa ante el juez segundo del Distrito Federal en Chiapas contra 16 personas. Al día siguiente el juez dictó acto de formal prisión en contra de los consignados. Más tarde, el 31 de diciembre, se dictó auto de formal prisión contra 23 personas más. La noche del 2 de enero de 1998 la PGR informó que el juez federal había también resuelto dictar auto de formal prisión en contra el alcalde Jacinto Arias Cruz, quien de acuerdo con diversos testimonios había proporcionado las armas de fuego a los responsables de la masacre de Acteal.
El día 11 de enero de 1998 la PGR difundió un boletín de prensa relevante porque comprobaba lo que era sabido por todos los habitantes de los Altos: que la policía estatal protegía a los grupos paramilitares. El boletín decía así:
“El día de hoy, el Ministerio Público de la Federación determinó ejecutar acción penal en contra de Felipe Vázquez Espinoza, comandante de la Dirección General de Seguridad Pública del estado, destacamentado en la comunidad denominada Colonia Miguel Utrilla, Los Chorros... Según las declaraciones vertidas, el comandante Vázquez Espinosa giró órdenes al personal bajo su mando a fin de que se permitiera el uso de armas de fuego prohibidas a civiles de la comunidad de Los Chorros; igualmente dio instrucciones para que, en vehículos oficiales de Seguridad Pública, se trasladaran cartuchos y armamento de distintos lugares hacia la comunidad de Los Chorros... asimismo... giraba instrucciones para que se brindara protección a diversos grupos civiles cuando se dedicaban a actividades ilícitas, tales como el robo de café... Felipe Vázquez Espinoza reconoció su participación en los hechos, sin embargo, adujo que las instrucciones que giró y su propia participación... se debía a las órdenes que a su vez había recibido de la superioridad, ya que cuando reportaba estos incidentes se le instruía verificar si las personas armadas detectadas pertenecían al Partido Revolucionario Institucional, y que en caso de que se tratara de militantes de dicho partido, los dejara en libertad”.
No fue extraño que en la recomendación I/98 de la CNDH, que los medios informativos difundieron el 11 de enero, se atribuyeran responsabilidades penales o administrativas a comandantes y oficiales policiacos y, de manera destacada, a funcionarios como Humberto Tovilla Cristiani y Uriel Jarquín Gálvez, secretario y subsecretario de Gobierno; Marco Antonio Besares Escobar, procurador general de Justicia del estado; David Gómez Hernández, subprocurador de Justicia indígena; general Jorge Gamboa Solís, coordinador general de la policía del estado, y José Luis Rodríguez Orozco, director de Seguridad Pública del estado.
Acerquémonos ahora a otro aspecto esencial: los paramilitares que perpetraron la masacre de Acteal. Estos paramilitares se identificaron (y el Ejército y la policía del estado los identificaba previamente también así) como priístas. Decir priístas equivalía a afirmar: “Nosotros estamos con el gobierno, con la legalidad, con las instituciones, con la ley, y todos los que sean enemigos del gobierno son enemigos nuestros”. Esto implicaba que en la batalla contra sus enemigos y los del gobierno, las casas y las cosechas pasaran a su propiedad como botín de guerra. También, que los integrantes de los grupos paramilitares no veían su agresión como enfrentamiento intercomunitario, sino político: eran “bases fieles al gobierno”, entrenadas, protegidas y pertrechadas por el gobierno mismo.
La confirmación de que estos conflictos no eran intercomunitarios partía del tejido policiaco de su protección, formación y orientación. Dos ejemplos pueden ser ilustrativos. Uno, el del general brigadier retirado Julio César Santiago Díaz, que fue el mando de mayor jerarquía que estuvo en Acteal la mañana del 22 de diciembre de 1997. Fungía como jefe de asesores de la Coordinación de Seguridad Pública y era director de la Policía Auxiliar en el estado. Carlos Marín dio a conocer las declaraciones ministeriales de este general el 5 de marzo de 1998 en la revista Proceso.
Pues bien, el general Julio César Santiago Díaz estuvo acompañado de 40 policías estatales durante tres horas y media, a la entrada de Acteal, mientras a 200 metros, montaña abajo, se cometía la masacre. Entre la una y las cuatro y media de la tarde, según relató ante el Ministerio Público Federal: “(...) No se dejaron de escuchar disparos de armas de fuego de distintos calibres como el 22, escopeta, así como ráfagas de AR-15 y AK-47, deseando aclarar que los disparos se oían en intervalos de tres a cinco minutos; es decir, se escuchaban disparos, pasaban de tres a cinco minutos sin que se escucharan, y volvían a escucharse, siendo así todo el tiempo que permaneció el declarante en la entrada a la comunidad de Acteal, sobre la carretera… En esas tres horas y media ninguno de los cuatro comandantes o de los restantes 40 policías estatales que fueron llegando al punto entró al caserío ni se atrevió a bajar la cuesta para averiguar lo que sucedía, debido a que un suboficial le recomendó: ‘Jefe, hágase más para acá porque le pueden dar un tiro’”.
Esta actitud de indiferencia o de permisividad en policías y Ejército fue una constante en numerosas agresiones de paramilitares. El caso de Acteal no fue algo aislado ni único. Era la regla, como veremos más adelante.
Vayamos a un segundo ejemplo, el de Felipe Vásquez Espinoza, el suboficial que aconsejó al general Julio César Santiago Díaz ponerse a salvo de una bala perdida cuando se desarrollaba la masacre. Felipe Vásquez Espinoza era subcomandante de Seguridad Pública. En el mismo reportaje publicado en Proceso el 5 de marzo de 1998, Marín aclaró que Felipe Vásquez Espinoza, cuando tenía su base en Majomut, poco antes de ser destinado a la colonia Miguel Utrillas, del ejido Los Chorros, se enteró “que en este ejido eran Tomás Méndez Pérez y su gente, quienes se caracterizaban por la portación de armas de fuego, sobre todo AK-47 y rifles calibre 22” y que había escuchado en Los Chorros que Tomás Méndez Pérez era “el representante de los priístas.”
En otro momento de su declaración ministerial, a la pregunta de si alguna vez vio a algún habitante de Los Chorros portando armas, contestó así:
“Respuesta. Que sí. Que en una ocasión, el día 26 de noviembre hablé con una persona que acompañaba a otra que portaba un arma de las denominadas cuerno de chivo y al preguntarle por qué portaban esas armas me dijo que eran para seguridad. Y al pedir instrucciones a mis superiores, el primer oficial, Absalón Gordillo, me indicó que si era partido verde lo dejara ir; o sea, verde, que es priísta, por lo que lo dejé ir.”
En declaración ministerial posterior, enriqueció la historia: admitió que el 26 de noviembre, “por instrucciones superiores”, custodió a un grupo de paramilitares tzotziles que llevaban en costales, en una pick-up, un cargamento de las armas conocidas como cuernos de chivo. La instrucción dice haberla recibido, “sin lugar a dudas, del primer oficial Absalón Gordillo Ruiz, comandante en Majomut”.
En el libro blanco sobre Acteal se registraron como procesados los nombres del general Julio César Santiago Díaz y el de Felipe Vásquez Espinoza; el primero, por homicidio y lesiones por omisión; el segundo, por posesión y transporte de arma de fuego de uso exclusivo del Ejército, Armada y Fuerza Aérea. A ninguno se le menciona como protector de grupos paramilitares ni como autoridades que dieron escolta y protección a paramilitares priístas. El nombre de Absalón Gordillo, en cambio, que autorizaba la protección a los paramilitares, no aparece en los registros del libro blanco de Acteal.
El gobierno dejaba, pues, vía libre para que, a través de la policía del estado, se preparara a grupos paramilitares indígenas que enfrentaran, socavaran y exterminaran a las bases zapatistas. En el cerco militar se recurría al Ejército, y en los Altos y en el norte, a las poblaciones indígenas que estaban bajo el control de subsidios oficiales.
La masacre de Acteal fue un acontecimiento brutal, pero no la primera masacre ni la única. Los pasos iniciales de una cadena de masacres se habían consumado hacía mucho tiempo. De todas ellas habían estado al tanto el gobierno estatal y las secretarías de Defensa y Gobernación. A los grupos paramilitares, como Los Chinchulines, Paz y Justicia o Máscara Roja, se les mantenía impunes porque se trataba de una guerra contra simpatizantes zapatistas. Apoyar a estos grupos paramilitares, dejarlos crecer, fortalecerlos como táctica de lucha intercomunitaria, era algo más que una omisión: era una política decidida por el Ejército a finales de 1994 y aprobada por el gobierno federal a principios de 1995.
Esto contrastaba con la crueldad de los operativos militares y policiacos emprendidos contra presuntos integrantes del EPR en la sierra de Guerrero y en la región de los Loxichas, en Oaxaca. En estos casos se había echado mano de todo tipo de violaciones constitucionales, procesales, carcelarias, humanas. Se había tratado de sofocar despiadada y sangrientamente a presuntos integrantes de una guerrilla que en los discursos oficiales no existía. En Chiapas, en cambio, los discursos oficiales sólo se empeñaban en negar la guerra oficial del Ejército contra las bases sociales del EZLN. En un caso, no existía la guerrilla; en otro, no existía la contrainsurgencia oficial.
El 7 de enero de 1998 renunció el gobernador interino de Chiapas, Julio César Ruiz Ferro, y tomó posesión el nuevo gobernador Roberto Albores Guillén. Por esos días la acción militar fue significativa. La búsqueda de armas no se efectuó entre los grupos paramilitares que asesinaron en Acteal, sino en las zonas zapatistas que habían sido agredidas. ¿Cómo entender que se buscaran armas entre los agredidos y sobrevivientes de las víctimas y no entre los agresores? El periodista Jesús Ramírez Cuevas señaló el 25 de enero en el suplemento Masiosare, de La Jornada, que:
Tras la masacre de Acteal, el Ejército federal realizó más de 44 incursiones en 33 comunidades zapatistas de la Selva, el Norte, los Altos y la Frontera. La acción militar se concentró en 15 municipios autónomos y rebeldes, la mayoría muy lejos de Chenalhó. A ese municipio alteño llegaron 2 mil soldados que se instalaron en 18 campamentos en igual número de comunidades y parajes. Se dijo públicamente que era una campaña de despistolización planeada de antemano, pero en los hechos fue una ofensiva sobre las comunidades zapatistas a base de cateos, interrogatorios a los poblados sobre la ubicación de campamentos insurgentes, sobre los dirigentes zapatistas, sobre las armas y los radios de comunicación. Los militares también saquearon casas, tiendas, cooperativas... Actualmente existen más de 50 mil soldados distribuidos sólo en cuatro de las nueve regiones del estado... En algunos casos, como en la región de la Selva, hay un soldado casi por familia de siete integrantes...
En efecto, un amigo mío, con buen humor, ilustraba los cambios de las políticas federales en los Altos y cañadas de Chiapas diciendo que en ese momento a cada núcleo familiar indígena se agregaba, además de un antropólogo particular, un soldado que los vigilaba.
Después de que el Ejército buscó tenazmente armas entre las víctimas y no entre los agresores; después de que realizó más de 44 incursiones en 33 comunidades zapatistas y ninguna en comunidades a las que pertenecían los agresores de Acteal, congruente con el propósito de distorsionar los hechos de la masacre, el 31 de enero de 1998, en Davos, Suiza, el entonces presidente Zedillo afirmó, aludiendo al EZLN: “no ha habido violencia entre el gobierno y este grupo. Desafortunadamente, ha habido violencia entre este grupo y otros grupos en Chiapas, y esto ha sido sumamente traumático, pero realmente albergo la esperanza de que, tomando en cuenta toda la situación que tenemos en el país, aliente a todos los involucrados en este problema a que regresen a la mesa de negociación y que tengamos un acuerdo para poder resolverlo”.
Estas declaraciones no eran resultado de una precipitación ni solamente del cinismo, mas volvían a pasar por alto que las consecuencias políticas de la masacre de Acteal fueron descomunales en el aparato de gobierno por las renuncias del gobernador de Chiapas y del secretario de Gobernación. ¿Por qué un “pleito de indios” afectó a los gobiernos estatal y federal?
El 3 de enero de 1998, Emilio Chuay-ffet Chemor renunció a la Secretaría de Gobernación y lo remplazó Francisco Labastida Ochoa, quien en su discurso de toma de posesión, además de insistir en el carácter intercomunitario de los conflictos de Chiapas, apuntó lo siguiente:
“Es indispensable que demos forma jurídica a los propósitos planteados en San Andrés Larráinzar. Estos propósitos no están a discusión, reflejan en esencia el espíritu de lo que las partes buscamos; pero a este espíritu y a estos propósitos, en los cuales coincidimos, debemos darles expresión jurídica. Hay que transformar los pronunciamientos y los acuerdos en leyes; éstas no se conforman sólo con exposiciones de motivos: se integran con artículos que responden a técnicas jurídicas”.
Designar los acuerdos de San Andrés Larráinzar como los “propósitos planteados en San Andrés” fue un retroceso. El gobierno mexicano suscribió esos acuerdos, se comprometió; no firmó “buenos propósitos”, sino acuerdos. Pacta sunt servanda, decían los viejos romanos. Los pactos deben cumplirse. El nuevo secretario de Gobernación pareció confundir el desistimiento de un compromiso con el refrendo de un buen propósito, confusión que se avenía perfectamente con la estrategia gubernamental de negar al EZLN en los discursos oficiales y de afirmar de manera reiterada el carácter intercomunitario del conflicto de Chiapas.
Pues bien, la masacre de Acteal no fue la primera ni la única, habíamos dicho. La guerra contra las bases sociales del EZLN empezó en fecha temprana. Así lo demostró un relevante documento militar dado a conocer por el periodista Carlos Marín en la revista Proceso el 5 de enero de 1998, dos días después del discurso del nuevo titular de Gobernación.
Marín me hizo llegar el documento completo, que yo integro y analizo en mi novela Los informes secretos a partir del reporte, que tiene fecha del 25 de julio. No afirmo que el documento militar que me hizo llegar y que aparece en mi novela sea el que aplica actualmente el Ejército Mexicano, pero sí que se trata de uno de los documentos que sirvieron de base para la estrategia finalmente establecida.
El documento quedó elaborado entre los últimos días de octubre y los primeros de noviembre de 1994, y empezó a aplicarse cuando se celebraban las primeras reuniones de San Andrés, en 1995. Se compone de tres cuerpos principales. El primero es un estudio histórico firmado por el general de brigada José Rubén Rivas Peña, en ese momento destacado en el cuartel de Rancho Nuevo; ese estudio funge como un diagnóstico social del estado. El segundo, sin firma, es un amplio análisis de los contingentes, localización y opciones militares y políticas del EZLN. El tercero, más voluminoso, también sin firma, contiene las cuatro fases de un plan de guerra del Ejército en Chiapas.
En la sección llamada “Plan General de Maniobras Estratégicas Operacionales para destruir la estructura política y militar del EZLN y mantener la paz” se describe un apartado de Asesoramiento para grupos paramilitares. Esa sección del documento dice así: “El Plan de Asesoramiento describe actividades del Ejército en el adiestramiento y apoyo de las fuerzas de autodefensa y otras organizaciones paramilitares, lo cual puede ser el principio fundamental de la movilización para las operaciones militares y de desarrollo... En caso de no existir fuerzas de autodefensa civil, es necesario crearlas”.
En otro apartado titulado “Segunda Fase de la Campaña Ofensiva” se enlistaron varios procedimientos en cuatro principales bloques. Éstos son datos exactos del primero: “En esta fase las operaciones se conducirán en cuatro etapas. Primero, la suspensión de las garantías individuales en la entidad. Esto se efectuará con el desplazamiento forzado de la población bajo la influencia zapatista hacia albergues o zonas de refugio oficiales. Con la neutralización de la organización y actividades de la diócesis de San Cristóbal de las Casas... Con la muerte o control de ganado equino y vacuno. Con la destrucción de siembras y cosechas. Con el empleo de grupos de autodefensa civil y la suspensión, en el área de influencia del EZLN, del correo, telégrafo y teléfono”.
El “desplazamiento forzado de la población” y el empleo de “grupos de autodefensa civil” o grupos paramilitares resultan esenciales como contexto de los discursos que intentaban distorsionar los hechos de la masacre de Acteal. La masacre no fue un drama de conflictos intercomunitarios, sino un grave error en el plan militar que el gobierno de México instrumentó para socavar las bases sociales del EZLN; un error, además, previsible. Fue, pues, un grave error de Estado.
Para comprender la firmeza de los planes militares en la creación, entrenamiento y pertrechamiento de los grupos paramilitares mencionemos otro hecho. Tres años después, con notable “retraso”, se efectuó el primer operativo policial de desarme en Chenalhó, exactamente en Los Chorros, la principal comunidad de los que perpetraron la masacre. A las 5 de la mañana del 12 de noviembre del año 2000, dos centenares de elementos de la PGR pertenecientes a la Unidad Especializada para la Atención de Delitos Cometidos por Probables Grupos Civiles Armados se presentaron en esa comunidad. Fueron repelidos por la población, atacados con armas de fuego y perseguidos hasta Majomut, donde los paramilitares de ese sitio habían puesto un retén exactamente frente a una base militar, que presenció con indiferencia, por decir lo menos, las agresiones a los elementos de la PGR. Es decir, el Ejército Mexicano permitió de buen grado que los paramilitares atacaran a elementos del propio Estado mexicano. Esta información no fue difundida. La omite la propia PGR en su boletín número 591/00, del 11 de noviembre de 2000. Hay sólo un pasaje sugerente en la edición del periódico Cuarto Poder del día 13 de noviembre del año 2000, en la página 21, donde se narra lo siguiente:
“Cinco kilómetros antes de Los Chorros, cerca de Majomut, otro grupo indígena bloqueó el camino con piedras, un camión de volteo, una combi del ayuntamiento y otro vehículo más. Y otra vez hubo forcejeo entre policías y campesinos. No llegaron a ningún arreglo, a pesar de que ahí se encontraban funcionarios del ayuntamiento de Chenalhó. Los judiciales abrieron paso por la fuerza, empujando camiones y levantando los obstáculos del camino. En ese tramo, ubicado junto a una base militar, por segunda ocasión los judiciales hicieron disparos al aire para dispersar a los pobladores. De entre el monte se escuchó que los indígenas respondieron a balazos. Ahí se reportó que resultó herido un campesino en un brazo”.
Es ilustrativo el comportamiento solidario y permisivo del Ejército Mexicano con los grupos paramilitares, incluso cuando atacaron a policías federales. Es significativo el esmero con que las autoridades se refieren a los paramilitares: el Ejército los llama grupos de “autodefensa civil” y la PGR “probables grupos civiles armados”. Estamos ante una estrategia de guerra, no ante un episodio de “pleitos de indios”. En este contexto se explica que la policía del estado haya tratado de eliminar los cadáveres de la masacre de Acteal la mañana del 23 de diciembre de 1997 y después, al menos, intentado alterar los hechos de la masacre. Así se explica la aparente actitud errática de los discursos presidenciales antes y después de la matanza. Así se explica que la policía del estado y el Ejército hayan apoyado, por omisión o acción, a los grupos paramilitares antes, durante y después de la masacre. Así se explica que el Ejército haya emprendido una agresiva campaña de desarme entre las víctimas, no entre los agresores. Así se explica la renuncia inmediata de los altos funcionarios estatales y federales. Así se explica la administración de la guerra en Chiapas, no su solución política. Así se explica el surgimiento y perseverancia de grupos paramilitares en el Chiapas de ayer y hoy.
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