El doctor Bocado y la doctora Bocadillo eran lo más veteranos del departamento, y aunque no se llamaban así ni eran pareja, parecían las dos cosas. Los apodos procedían de una anécdota muy anterior a que yo llegara de pasante. Tan antigua que ni en la jefatura se acordaban.
En menoscabo de las generaciones sucesivas, o sea toda la planta laboral del departamento, Bocado y Bocadillo, como sus nombres sugieren, eran los que mejor la pasaban, y tenían un montón de ideas para regalar a todo el piso, nuestro laboratorio, los quirófanos y el área de camas.
Impecables en sus almidonadas batas blancas, irradiaban una benevolencia doctoral que, sin ser clínicos, los dotaba de un efecto placebo que yo no he visto ni en los siquiatras (bueno, en los siquiatras menos que nadie). Cuesta trabajo llamarlos ancianos, pero los dos peinaban sólo canas, y Bocado no muchas, pues era calvo. Todo hubiera sido normal a no ser ciertos detalles.
Él llevaba siempre unos grandes gogles con filtro de aire y ligas acojinadas que le daban aspecto de aviador de la Primera Guerra Mundial. Los cristales estaban graduados. Una estampa como de Ciro Peraloca, pero uno se acostumbraba. Hasta los enfermos. Los fondos de botella le endulzaban la mirada, azul y picaresca.
La rareza de la doctora Bocadillo era más sutil. Siempre llevaba al cuello un estetoscopio con el que nunca se le vio auscultar. Ni tenía por qué. Era doctora en neurobiología y su lugar de trabajo era el laboratorio, sus “pacientes” estaban en matraces y tubos numerados, y sus instrumentos eran unas máquinas como de 2001: Odisea del espacio, o sea del año del caldo.
Valía la pena preguntarle, aunque fuera una vez en la vida, la razón del estetoscopio colgando, sólo por escucharla responder con una sonrisa de ángel caído: “Con los corazones nunca se sabe, hay que estar pendiente”. Ya luego se convertía en una contraseña cuando la cruzábamos en los corredores, caminando aprisa como si tuviera que llegar a una emergencia que, dado su reposado y filosófico trabajo de laboratorio, nunca tuvo.
Decía que corría para hacer ejercicio y prevenir las várices. Un hecho es que Bocado y Bocadillo no padecieron nunca várices, que por lo demás en el piso constituían una plaga laboral, empezando por los cirujanos. Era tan común que rondaran el elevador los distribuidores de propaganda y muestras médicas como los proveedores de bandas elásticas, medias de presión, corsés correctivos y muñequeras (pues la parte técnica, los pegados a las computadoras, tarde o temprano desarrollaban tendinitis o quistes sinoviales).
Ese par de viejos de extraño encanto dejaban el laboratorio siempre a la misma hora, seis de la tarde, sabiendo que no volverían hasta las nueve de la mañana siguiente. Yo, que era galeote de la doctora Allende, no pocas veces amanecía allí, cuidando alguna preparación o los electrodos de los pobres gatos. Caminaban juntos platicando hasta el final de la explanada del instituto, y al borde del camellón se despedían con economía de gestos, sin darse la mano, y se dirigían a sus respectivos carros, en cajones opuestos del estacionamiento.
Bocadillo era viuda. Bocado, divorciado. Llevaban trabajando juntos más de 40 años. Se entendían como no he visto a nadie hacerlo, disfrutaban inmensamente sus travesuras conjuntas, se miraban con complicidad y algo más que mera simpatía. Y sin embargo, nunca se les vio irse juntos, y todos sabían que sus casas eran distintas y distantes.
Por eso fue un récord la tarde que se pelearon. Sus inusuales gritos inundaron los pasillos y corrimos a su laboratorio pensando que les había pasado algo. Estaban, literalmente, de la greña. Bueno, el doctor Bocado no tenía muchas greña que agarrarle, y eso le daba ventaja. Le arrancó el estetoscopio a la doctora Bocadillo y para sorpresa de los presentes la agarró a estetoscopiazos, pero ella no era tonta, se zafó y arrojó a Bocado un banquito de esos altos que no lo lastimó pero le sacó los gogles y les estrelló el cristal. Lo curioso es que no decían nada. Nada más se sonaban.
Por el respeto que nos inspiraban, no sabíamos si intervenir, si teníamos derecho. Al fin la doctora Allende, una matrona bien fogueada, decidió pescar del hombro a Bocadillo, parecía más agresiva, y le aconsejó calma. Se calmaron. No ofrecieron disculpas ni explicaciones. Ella tomó su bolsa, él su portafolios sin cerrar y ya mero se le riega el contenido pero lo evitó con agilidad malhumorada. Salieron juntos, rígidos como niños castigados y caminaron hasta el camellón como siempre. No se hablaban. Todos corrimos a la ventana, de metiches. Por primera vez se dieron la mano y caminaron en la misma dirección, el coche de ella.
Yo creo que nos vibraron a pesar de los vidrios, pues voltearon al edificio e hicieron adiós con la mano libre. Iban contentos. Él sin gogles, ella sin estetoscopio, los dos bien despeinados.
En menoscabo de las generaciones sucesivas, o sea toda la planta laboral del departamento, Bocado y Bocadillo, como sus nombres sugieren, eran los que mejor la pasaban, y tenían un montón de ideas para regalar a todo el piso, nuestro laboratorio, los quirófanos y el área de camas.
Impecables en sus almidonadas batas blancas, irradiaban una benevolencia doctoral que, sin ser clínicos, los dotaba de un efecto placebo que yo no he visto ni en los siquiatras (bueno, en los siquiatras menos que nadie). Cuesta trabajo llamarlos ancianos, pero los dos peinaban sólo canas, y Bocado no muchas, pues era calvo. Todo hubiera sido normal a no ser ciertos detalles.
Él llevaba siempre unos grandes gogles con filtro de aire y ligas acojinadas que le daban aspecto de aviador de la Primera Guerra Mundial. Los cristales estaban graduados. Una estampa como de Ciro Peraloca, pero uno se acostumbraba. Hasta los enfermos. Los fondos de botella le endulzaban la mirada, azul y picaresca.
La rareza de la doctora Bocadillo era más sutil. Siempre llevaba al cuello un estetoscopio con el que nunca se le vio auscultar. Ni tenía por qué. Era doctora en neurobiología y su lugar de trabajo era el laboratorio, sus “pacientes” estaban en matraces y tubos numerados, y sus instrumentos eran unas máquinas como de 2001: Odisea del espacio, o sea del año del caldo.
Valía la pena preguntarle, aunque fuera una vez en la vida, la razón del estetoscopio colgando, sólo por escucharla responder con una sonrisa de ángel caído: “Con los corazones nunca se sabe, hay que estar pendiente”. Ya luego se convertía en una contraseña cuando la cruzábamos en los corredores, caminando aprisa como si tuviera que llegar a una emergencia que, dado su reposado y filosófico trabajo de laboratorio, nunca tuvo.
Decía que corría para hacer ejercicio y prevenir las várices. Un hecho es que Bocado y Bocadillo no padecieron nunca várices, que por lo demás en el piso constituían una plaga laboral, empezando por los cirujanos. Era tan común que rondaran el elevador los distribuidores de propaganda y muestras médicas como los proveedores de bandas elásticas, medias de presión, corsés correctivos y muñequeras (pues la parte técnica, los pegados a las computadoras, tarde o temprano desarrollaban tendinitis o quistes sinoviales).
Ese par de viejos de extraño encanto dejaban el laboratorio siempre a la misma hora, seis de la tarde, sabiendo que no volverían hasta las nueve de la mañana siguiente. Yo, que era galeote de la doctora Allende, no pocas veces amanecía allí, cuidando alguna preparación o los electrodos de los pobres gatos. Caminaban juntos platicando hasta el final de la explanada del instituto, y al borde del camellón se despedían con economía de gestos, sin darse la mano, y se dirigían a sus respectivos carros, en cajones opuestos del estacionamiento.
Bocadillo era viuda. Bocado, divorciado. Llevaban trabajando juntos más de 40 años. Se entendían como no he visto a nadie hacerlo, disfrutaban inmensamente sus travesuras conjuntas, se miraban con complicidad y algo más que mera simpatía. Y sin embargo, nunca se les vio irse juntos, y todos sabían que sus casas eran distintas y distantes.
Por eso fue un récord la tarde que se pelearon. Sus inusuales gritos inundaron los pasillos y corrimos a su laboratorio pensando que les había pasado algo. Estaban, literalmente, de la greña. Bueno, el doctor Bocado no tenía muchas greña que agarrarle, y eso le daba ventaja. Le arrancó el estetoscopio a la doctora Bocadillo y para sorpresa de los presentes la agarró a estetoscopiazos, pero ella no era tonta, se zafó y arrojó a Bocado un banquito de esos altos que no lo lastimó pero le sacó los gogles y les estrelló el cristal. Lo curioso es que no decían nada. Nada más se sonaban.
Por el respeto que nos inspiraban, no sabíamos si intervenir, si teníamos derecho. Al fin la doctora Allende, una matrona bien fogueada, decidió pescar del hombro a Bocadillo, parecía más agresiva, y le aconsejó calma. Se calmaron. No ofrecieron disculpas ni explicaciones. Ella tomó su bolsa, él su portafolios sin cerrar y ya mero se le riega el contenido pero lo evitó con agilidad malhumorada. Salieron juntos, rígidos como niños castigados y caminaron hasta el camellón como siempre. No se hablaban. Todos corrimos a la ventana, de metiches. Por primera vez se dieron la mano y caminaron en la misma dirección, el coche de ella.
Yo creo que nos vibraron a pesar de los vidrios, pues voltearon al edificio e hicieron adiós con la mano libre. Iban contentos. Él sin gogles, ella sin estetoscopio, los dos bien despeinados.
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