En la izquierda parece haber acuerdo en torno al Estado. Se le sigue considerando agente principal de la transformación social y el objeto principal de la actividad política.
Es importante examinar críticamente esta posición. Resulta estéril revivir las controversias del siglo XIX, aunque muchas discusiones actuales sigan entrampadas en ellas. Pero hace falta deshacernos de la neblina ideológica que dejó el siglo XX.
Lenin escribió ¿Qué hacer? en 1905. Eligió cuidadosamente el título. Era también el de una popular novela de Chernyshevsky –su autor favorito– en la que un “hombre nuevo” de la intelligentsia destruye el orden antiguo y gobierna autocráticamente para instaurar la utopía social. La idea de que el conocimiento superior, la instrucción autoritaria y la ingeniería social pueden transformar la sociedad recorre ambos trabajos. Las principales metáforas de ¿Qué hacer? son el salón de clase, el cuartel y la fábrica. El partido y sus agitadores locales actúan como maestros de escuela, mandos del ejército revolucionario o capataces de fábrica. “Sin una ‘docena’ de líderes probados y talentosos (y los hombres talentosos no nacen por cientos),” escribe Lenin, “entrenados profesionalmente, escolarizados por una larga experiencia y que trabajen en perfecta armonía, ninguna clase de la sociedad moderna es capaz de conducir una lucha decidida.”
Lenin quiere traer a los trabajadores al nivel de los intelectuales, pero sólo en lo que se refiere a las actividades partidarias. No considera viable ni conveniente hacerlo en otros aspectos. Los intelectuales, además, no deben degradarse al nivel de las masas. Esta actitud contribuye a explicar lo ocurrido en 1917. En enero, Lenin advirtió que a su generación no le tocaría vivir la revolución que se venía. No pudo anticipar los acontecimientos inmediatos. Entre agosto y septiembre escribió El Estado y la revolución. “El proletariado necesita el poder del Estado”, sostiene: “la organización centralizada de la fuerza, la organización de la violencia… para el propósito de guiar a la gran masa de la población –el campesinado, la pequeña burguesía, el semiproletariado– en la tarea de organizar la economía socialista.”
Lenin o los bolcheviques apenas participaron en las revoluciones de febrero y octubre… pero capturaron su producto, una vez que fue un hecho consumado. “Los bolcheviques encontraron el poder tirado en la calle y lo recogieron”, dice Hanna Arendt. E. H. Carr, que escribió uno de los primeros y más completos estudios del periodo, concluyó que “la contribución de Lenin y los bolcheviques al derrocamiento del zarismo fue insignificante” y que “el bolchevismo ocupó un trono vacío”.
El diseño de Lenin era inútil para hacer la revolución y hasta para anticiparla. Pero era indispensable, como Stalin sabía mejor que nadie, para ejercer la dictadura del proletariado. Ahí está el meollo del asunto. Es cierto que Engels escribió, en la introducción de La guerra civil en Francia en el vigésimo aniversario de su publicación, que la comuna de París era el modelo de la dictadura del proletariado. Pero no fue ésa la forma que tomó la idea, ni en la teoría ni en la práctica.
Se percibe habitualmente el Estado como una simple estructura de mediación, como un medio, que baila al son que le tocan. Será fascista si lo toman los fascistas, revolucionario si está en manos de los revolucionarios, demócrata si éstos triunfan. “Que el pueblo expulse a los usurpadores y el Estado se encargará de todo”, decía irónicamente Poulantzas… Pero el Estado-nación, desde la más feroz de las dictaduras hasta la más tierna y pura de las democracias, ha sido y es una estructura para dominar y controlar a la población… a fin de ponerla al servicio del capital, mediante el uso de su monopolio legal de la violencia. Fue diseñado para ese fin, absorbiendo y pervirtiendo una diversidad de formas de Estado y de nación que existían antes de él. El Estado es el capitalista colectivo ideal, guardián de sus intereses, y opera como dictadura hasta en el más democrático de los estados modernos. Por eso es necesario acosarlo continuamente en la lucha anticapitalista… y por eso mismo hay que deshacerse de él al ganarla.
Decía Foucault que para algunos basta cambiar la ideología y la orientación de las instituciones y que otros se concentran en reformar las instituciones sin cambiar la ideología. Lo que hace falta, señalaba, es una conmoción simultánea de ideologías e instituciones. Sin leer a Foucault, en eso parece estar pensando un creciente número de personas.
Necesitamos dejar de pensar como Estado, desde arriba. La lucha misma y el mundo nuevo no han de concebirse a la manera de ingenieros sociales que conducen a las masas al paraíso que concibieron para ellas. Es a la inversa. Consisten en entregarse sin reservas a la creatividad de los hombres y mujeres concretos, que son, a final de cuentas, quienes hacen las revoluciones y crean nuevos mundos.
gustavoesteva@gmail.comEs importante examinar críticamente esta posición. Resulta estéril revivir las controversias del siglo XIX, aunque muchas discusiones actuales sigan entrampadas en ellas. Pero hace falta deshacernos de la neblina ideológica que dejó el siglo XX.
Lenin escribió ¿Qué hacer? en 1905. Eligió cuidadosamente el título. Era también el de una popular novela de Chernyshevsky –su autor favorito– en la que un “hombre nuevo” de la intelligentsia destruye el orden antiguo y gobierna autocráticamente para instaurar la utopía social. La idea de que el conocimiento superior, la instrucción autoritaria y la ingeniería social pueden transformar la sociedad recorre ambos trabajos. Las principales metáforas de ¿Qué hacer? son el salón de clase, el cuartel y la fábrica. El partido y sus agitadores locales actúan como maestros de escuela, mandos del ejército revolucionario o capataces de fábrica. “Sin una ‘docena’ de líderes probados y talentosos (y los hombres talentosos no nacen por cientos),” escribe Lenin, “entrenados profesionalmente, escolarizados por una larga experiencia y que trabajen en perfecta armonía, ninguna clase de la sociedad moderna es capaz de conducir una lucha decidida.”
Lenin quiere traer a los trabajadores al nivel de los intelectuales, pero sólo en lo que se refiere a las actividades partidarias. No considera viable ni conveniente hacerlo en otros aspectos. Los intelectuales, además, no deben degradarse al nivel de las masas. Esta actitud contribuye a explicar lo ocurrido en 1917. En enero, Lenin advirtió que a su generación no le tocaría vivir la revolución que se venía. No pudo anticipar los acontecimientos inmediatos. Entre agosto y septiembre escribió El Estado y la revolución. “El proletariado necesita el poder del Estado”, sostiene: “la organización centralizada de la fuerza, la organización de la violencia… para el propósito de guiar a la gran masa de la población –el campesinado, la pequeña burguesía, el semiproletariado– en la tarea de organizar la economía socialista.”
Lenin o los bolcheviques apenas participaron en las revoluciones de febrero y octubre… pero capturaron su producto, una vez que fue un hecho consumado. “Los bolcheviques encontraron el poder tirado en la calle y lo recogieron”, dice Hanna Arendt. E. H. Carr, que escribió uno de los primeros y más completos estudios del periodo, concluyó que “la contribución de Lenin y los bolcheviques al derrocamiento del zarismo fue insignificante” y que “el bolchevismo ocupó un trono vacío”.
El diseño de Lenin era inútil para hacer la revolución y hasta para anticiparla. Pero era indispensable, como Stalin sabía mejor que nadie, para ejercer la dictadura del proletariado. Ahí está el meollo del asunto. Es cierto que Engels escribió, en la introducción de La guerra civil en Francia en el vigésimo aniversario de su publicación, que la comuna de París era el modelo de la dictadura del proletariado. Pero no fue ésa la forma que tomó la idea, ni en la teoría ni en la práctica.
Se percibe habitualmente el Estado como una simple estructura de mediación, como un medio, que baila al son que le tocan. Será fascista si lo toman los fascistas, revolucionario si está en manos de los revolucionarios, demócrata si éstos triunfan. “Que el pueblo expulse a los usurpadores y el Estado se encargará de todo”, decía irónicamente Poulantzas… Pero el Estado-nación, desde la más feroz de las dictaduras hasta la más tierna y pura de las democracias, ha sido y es una estructura para dominar y controlar a la población… a fin de ponerla al servicio del capital, mediante el uso de su monopolio legal de la violencia. Fue diseñado para ese fin, absorbiendo y pervirtiendo una diversidad de formas de Estado y de nación que existían antes de él. El Estado es el capitalista colectivo ideal, guardián de sus intereses, y opera como dictadura hasta en el más democrático de los estados modernos. Por eso es necesario acosarlo continuamente en la lucha anticapitalista… y por eso mismo hay que deshacerse de él al ganarla.
Decía Foucault que para algunos basta cambiar la ideología y la orientación de las instituciones y que otros se concentran en reformar las instituciones sin cambiar la ideología. Lo que hace falta, señalaba, es una conmoción simultánea de ideologías e instituciones. Sin leer a Foucault, en eso parece estar pensando un creciente número de personas.
Necesitamos dejar de pensar como Estado, desde arriba. La lucha misma y el mundo nuevo no han de concebirse a la manera de ingenieros sociales que conducen a las masas al paraíso que concibieron para ellas. Es a la inversa. Consisten en entregarse sin reservas a la creatividad de los hombres y mujeres concretos, que son, a final de cuentas, quienes hacen las revoluciones y crean nuevos mundos.
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