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viernes, marzo 21, 2008

Irak: sólo aprendemos que nunca aprendemos (Robert Fisk)


Han pasado cinco años y todavía no aprendemos. Con cada aniversario los escalones se desmoronan bajo nuestros pies, las piedras se agrietan más, la arena se vuelve más fina. Cuatro años de catástrofe en Irak y pienso en Churchill, que al final llamó a Palestina un “desastre infernal”.

Pero ya antes nos hemos valido de estos paralelismos y se han dispersado en la brisa del Tigris. Irak está empapado en sangre. Sin embargo, ¿cuál es nuestro estado de contrición? ¡Claro, tendremos una consulta pública, pero todavía no! Ojalá la inadecuación fuera nuestro único pecado.

Hoy estamos empeñados en un debate inútil. ¿Qué salió mal? ¿Cómo fue que los miembros del senado romano de nuestra era no se rebelaron cuando les contaron mentiras sobre armas de destrucción masiva, sobre vínculos de Saddam Hussein con Osama Bin Laden y el 11 de septiembre? ¿Cómo dejamos que ocurriera? ¿Y cómo fue que no previmos lo que vendría después de la guerra?

Sí, claro, los británicos intentamos que los estadunidenses escucharan, nos dice ahora Downing Street. De veras, en serio lo intentamos, antes que supiéramos de manera total y absoluta que era bueno embarcarnos en esta guerra ilegal. Ahora existe vasta literatura sobre la debacle de Irak y existen precedentes de planeación para la posguerra –volveré más tarde sobre esto–, pero no se trata de eso. Nuestro predicamento en Irak está en una escala mucho más terrible.

Cuando los estadunidenses entraron a sangre y fuego en Irak, en 2003, con sus misiles crucero zumbando sobre la tormenta de arena hacia un centenar de poblados y ciudades, yo solía sentarme en mi sucia habitación del hotel Bagdad Palestina, incapaz de dormir por el estruendo de las explosiones, y hojeaba los libros que había comprado para sortear esas horas oscuras y peligrosas. La guerra y la paz de Tolstoi me recordaba que un conflicto puede ser descrito con sensibilidad, gracia y horror –recomiendo la batalla de Borodin–, junto con un archivo de recortes de periódico. En esa pequeña carpeta hay una larga arenga de Pat Buchanan, escrita cinco meses antes, y todavía siento su poder, su premonición y su absoluta honestidad histórica: “Con nuestra regencia estilo McArthur en Bagdad, la pax americana llegará a su apogeo. Pero luego la marea bajará, porque la única empresa en la que los pueblos islámicos sobresalen es en expulsar a las potencias imperiales mediante el terrorismo o la guerra de guerrillas.

“Sacaron a los británicos de Palestina y Adén, a los franceses de Argelia, a los estadunidenses de Somalia y Beirut, a los israelíes de Líbano. Hemos emprendido el camino hacia el imperio y pasando la próxima colina nos encontraremos con quienes fueron antes que nosotros. La única lección que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia.”

Con cuánta facilidad los hombrecitos nos llevaron al infierno, sin ningún conocimiento de historia o al menos sin ningún interés por ella. Ninguno leyó de la insurgencia iraquí contra la ocupación británica de 1920, ni del brusco y brutal arreglo que dio Churchill al conflicto el año siguiente.

En nuestros radares históricos ni siquiera aparece Craso, el más rico de los generales romanos, quien exigió ser emperador luego de conquistar Macedonia –“misión cumplida”– y en venganza se propuso destruir Mesopotamia. En un lugar del desierto, cerca del río Éufrates, los partos –antecesores de los actuales insurgentes iraquíes– aniquilaron las legiones, le cercenaron la cabeza a Craso y la enviaron de vuelta a Roma, llena de oro. En estos tiempos habrían grabado en video la decapitación.

Con su monumental arrogancia, esos hombrecitos que nos llevaron a la guerra hace cinco años ahora demuestran que no han aprendido nada. Anthony Blair –como siempre debimos llamar a ese abogado de ciudad pequeña– debería ser sometido a juicio por su mendacidad. En cambio presume de llevar la paz a un conflicto árabe-israelí que tanto ha contribuido a exacerbar. Y ahora el hombre que cambió de parecer sobre la legalidad de la guerra –y que lo hizo en una sola hoja de papel carta– se atreve a sugerir que deberíamos examinar a los inmigrantes que solicitan la ciudadanía británica. La pregunta 1, propongo, debería ser: ¿qué procurador general empapado en sangre ayudó a enviar 176 soldados británicos a la muerte por una mentira? Pregunta 2: ¿cómo salió impune de ese acto?

Pero en cierto sentido la naturaleza facilona y boba de la propuesta de lord Goldsmith es una pista sobre la estructura transitoria y de cartón de todo nuestro proceso de toma de decisiones. Los grandes temas que nos confrontan –Irak o Afganistán, la economía estadunidense o el calentamiento global, las invasiones armadas o el “terrorismo”– no se abordan según calendarios políticos serios, sino según los horarios de la televisión y las conferencias de prensa.

¿Los primeros ataques aéreos en Irak llegarán a la televisión estadunidense en horario triple A? Por fortuna sí. ¿Las primeras tropas estadunidenses en Bagdad aparecerán en los noticieros de la hora del desayuno? Desde luego. ¿La captura de Saddam Hussein será anunciada simultáneamente por Bush y Blair?

Pero todo esto es parte del problema. Cierto, Churchill y Roosevelt discutieron sobre la hora del anuncio de que la guerra en Europa había terminado. Y los rusos se les adelantaron. Pero dijimos la verdad. Cuando los británicos se replegaban hacia Dunquerque, Churchill anunció que los alemanes habían “penetrado profundamente y sembrado alarma y confusión en sus filas”.

¿Por qué Bush o Blair no nos dijeron eso cuando los insurgentes iraquíes comenzaron a asaltar a las fuerzas de ocupación? Vaya, estaban muy ocupados diciéndonos que las cosas iban a mejorar, que los rebeldes no eran más que “desesperados”.

El 17 de junio de 1940, Churchill dijo al pueblo británico: “Las noticias de Francia son muy malas y estoy consternado por el galante pueblo francés, que ha caído en esta terrible desgracia”. ¿Por qué Blair o Bush no nos dijeron que las noticias de Irak eran muy malas y que estaban consternados –bueno, siquiera unas lágrimas durante un minuto– por el pueblo iraquí?

Porque ésos fueron los hombres que tuvieron la temeridad, el genuino descaro de vestirse como Churchill, como héroes que escenificarían una redición de la Segunda Guerra Mundial, en tanto la BBC obedientemente llamaba “los aliados” a los invasores y pintaba al régimen de Saddam Hussein como el Tercer Reich.

Desde luego, cuando yo iba a la escuela nuestros líderes –Attlee, Churchill, Eden, Macmillan o Truman, Eisenhower y Kennedy en Estados Unidos– habían tenido experiencia real de guerra. Ni un solo líder occidental actual tiene experiencia de primera mano del conflicto. Cuando comenzó la invasión angloestadunidense de Irak, el opositor europeo más prominente a la guerra era Jacques Chirac, quien combatió en el conflicto argelino. Pero ahora ya no está. También Colin Powell, veterano de Vietnam, que fue hecho a un lado por Rumsfeld y la CIA.

Sin embargo, una de las terribles ironías de nuestros tiempos es que los más sedientos de sangre de los políticos estadunidenses –Bush y Cheney, Rumsfeld y Wolfowitz– jamás han escuchado un disparo hecho con furia y se aseguraron de no tener que combatir por su patria cuando tuvieron oportunidad de hacerlo. No es extraño que títulos de Hollywood como “conmoción y pavor” resulten atractivos para la Casa Blanca. Las películas son su única experiencia de conflicto humano; lo mismo se puede decir de Blair y Brown.

Churchill tuvo que rendir cuentas por la pérdida de Singapur ante una Cámara atestada. Brown ni siquiera rendirá cuentas por Irak hasta que la guerra termine.

Es grotesco que hoy, después de todas las posturas de nuestros enanos políticos hace cinco años, se nos permita tener siquiera un encuentro espiritista válido con los fantasmas de la Segunda Guerra Mundial. Las estadísticas son el médium, y la habitación tendrá que estar a oscuras. Pero es un hecho que el total de muertos estadunidenses en Irak (3 mil 978) está muy por encima del número de bajas estadunidenses sufridas en los desembarcos iniciales del día D en Normandía (3 mil 384 entre muertos y desaparecidos), el 6 de junio de 1944, o más de tres veces las bajas totales británicas en Arnhem, ese mismo año (mil 200).

Representan poco más de un tercio de las muertes totales (11 mil 14) de toda la fuerza expedicionaria británica desde la invasión alemana de Bélgica hasta la evacuación final de Dunquerque, en junio de 1940. El número de británicos caídos en Irak (176) es casi igual al total de las fuerzas británicas perdidas en la batalla del Bolsón en 1944-45 (poco más de 200). El número de estadunidenses heridos en Irak –29 mil 395– es más de nueve veces el de los lesionados el día D (3 mil 184) y más de la cuarta parte de la cuota total de heridos en la guerra de Corea de 1950-53 (103 mil 284).

Las bajas iraquíes permiten una comparación aún más cercana con la Segunda Guerra Mundial. Aun si aceptamos la más conservadora de las estadísticas sobre civiles muertos –van de 350 mil a un millón–, ésta rebasó hace mucho tiempo el número de civiles británicos muertos en los bombardeos alemanes a Londres en 1944-45 (6 mil) y ahora excede con mucho la cifra total de bajas civiles en bombardeos en todo el Reino Unido –60 mil 595 muertos, 86 mil 182 heridos graves– de 1940 a 1945.

De hecho, la cuota mortal iraquí desde nuestra invasión es hoy más grande que el número total de bajas militares británicas en la Segunda Guerra Mundial, que llegó a la asombrosa cifra de 265 mil muertos (algunos historiadores hablan de 300 mil) y 277 mil heridos. Las estimaciones mínimas de iraquíes muertos significan que los civiles de Mesopotamia han sufrido seis o siete Dresdes o –más terrible aún– dos Hiroshimas.

Y sin embargo, en cierto sentido todo esto es una distracción respecto de la terrible verdad de la advertencia de Buchanan. Hemos despachado nuestros ejércitos a la tierra del Islam. Lo hicimos con el solo respaldo de Israel, cuyos propios informes falsos sobre Irak han sido discretamente olvidados por nuestros amos mientras derraman lágrimas de cocodrilo por los miles de iraquíes muertos hasta ahora.

El enorme prestigio militar estadunidense ha sufrido un daño irreparable. Y si hoy, como ahora calculo, se encuentra en el mundo musulmán 22 veces la cifra de soldados occidentales que fueron allá durante las cruzadas de los siglos XI y XII, debemos preguntarnos qué estamos haciendo. ¿Estamos allá por el petróleo? ¿Por la democracia? ¿Por Israel?

Alegremente conectamos Afganistán con Irak. Según se dice, si Washington no se hubiera distraído con Irak, el talibán no se habría restablecido. Pero Al Qaeda y el nebuloso Osama Bin Laden no se distrajeron. Y eso explica por qué expandieron sus operaciones en Irak y luego usaron esta experiencia para acosar a Occidente en Afganistán con el atacante suicida, del cual no se había sabido antes en aquel país.

Voy a aventurar una presunción terrible: que hemos perdido Afganistán como sin duda hemos perdido Irak y como de seguro vamos a “perder” Pakistán. Es nuestra presencia, nuestro poder, nuestra arrogancia, nuestra renuencia a aprender de la historia y nuestro horror –sí, horror– al Islam lo que nos precipita al abismo. Y en tanto no aprendamos a dejar en paz a esos pueblos musulmanes, nuestra catástrofe en Medio Oriente se volverá más grave. No hay conexión entre el Islam y el “terror”. Pero sí hay conexión entre nuestra ocupación de tierras musulmanas y el “terror”. No es una ecuación tan complicada. Y no necesitamos una consulta pública para entenderla bien.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

La Jornada





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