El poder político es una relación, no una cosa. Esa relación, que supone credibilidad y confianza, es el aglutinante de todo gobierno.
C. P. Snow preguntó a Mao qué se necesitaba para gobernar. "Un ejército popular, alimento suficiente y confianza del pueblo en sus gobernantes", respondió Mao. "Si sólo tuviera una de las tres cosas, ¿cuál preferiría?", preguntó Snow. "Puedo prescindir del ejército. La gente puede apretarse los cinturones por un tiempo. Pero sin su confianza no es posible gobernar".
Por algún tiempo más Ulises Ruiz podría seguir abusando de la paciencia del pueblo oaxaqueño. Pero ya nunca podrá gobernarlo: ha perdido su confianza.
Oaxaca configura así un ejemplo extremo del extraño fenómeno del desvanecimiento del poder político. No es la forma más adecuada de la transición y plantea muchos riesgos, pero también está cuajada de oportunidades.
El poder se desvanece en México porque lo destruyen o desprecian las clases políticas que lo detentan, mientras la gente les retira su confianza.
Pocos podrían sostener públicamente, en México, la postura de un subordinado del presidente Bush: "No tengo nada contra el gobierno. Sólo quiero reducirlo a un tamaño en que pueda echarlo por el excusado y jalar la palanca". Pero muchos funcionarios de administraciones recientes comparten esa actitud. Disuelven sistemáticamente los aparatos del Estado y las funciones a que corresponden. A veces operan abiertamente la demolición, como en el caso de Conasupo o las privatizaciones. Otras veces es subrepticia. Como no pudo vender Pemex, Fox buscó llevarla a la quiebra. Falló también en eso, pero avanzó bastante por ese camino. Pemex logró este año una doble marca histórica: los más altos ingresos y las más bajas inversiones. Su deuda es ya insoportable.
Para destruir el poder que les queda las clases políticas desertan de la función pública y desafían la voluntad mayoritaria. No hay mejor ejemplo que la reforma constitucional en materia indígena. A pesar de un apoyo público sin precedentes, el gobierno federal no hizo honor a su firma, el Congreso aprobó una contrarreforma y la Suprema Corte se lavó las manos. Los tres poderes constituidos incumplieron su función.
Las resoluciones del Trife sobre Oaxaca y la elección presidencial entraron ya con honores al museo del horror de la cultural judicial mexicana. En los dos casos reconoció el cochinero. En el primero se lavó olímpicamente las manos: adujo, contra su propia jurisprudencia, que no debía inmiscuirse en la elección que hizo gobernador ilegítimo a Ulises Ruiz. En la elección presidencial tuvo que realizar innumerables contorsiones para disimular la contradicción: reconocer las causales de nulidad y negarlas, renunciando así a su función pública.
El Senado incumple su obligación al negarse a certificar la desaparición de poderes en Oaxaca. No puede siquiera designar una comisión que examine la situación.
El desvanecimiento del poder político aviva la amenaza de represión. Existe el prejuicio de que la gobernabilidad puede crearse o restablecerse recurriendo al monopolio estatal de la violencia. Es un equívoco propio de aficionados.
Dos hombres de inmenso poder, Mao y Napoleón, lo sabían por experiencia. Mao prefería la confianza al ejército. Napoleón fue más contundente: "Las bayonetas sirven para muchas cosas, pero no para sentarse en ellas". Descalificaba así a los aprendices de dictador que pretendían gobernar con el ejército o la policía. Las armas pueden hacer mucho daño, hasta destruir un país -como acaba de verse en Irak o Líbano-, pero con ellas no se puede gobernar.
La Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca ha resistido sabiamente la tentación de intentar el asalto al poder. Se apega a otras tradiciones, que emanan de las comunidades indias. Genera cotidianamente nuevas formas de relación entre la gente y quienes coordinan por ahora los empeños colectivos. No intenta encaramarse al sitio de quien abusó del poder para cometer todo género de tropelías irracionales. Busca fortalecer el sólido tejido social de los oaxaqueños y hacer valer su dignidad y autonomía. Tipifica así el momento que hoy caracteriza a los movimientos populares. En vez de la fallida tradición de tomar el poder, reproduciendo estructuras de dominación, los bandos de buen gobierno y las proclamas de la APPO son apelaciones ciudadanas a hombres libres y dignos que están enfrentando con ingenio sorprendente, valentía inmensa y una notable sensatez circunstancias de enorme complejidad. Se trata de reconstruir la sociedad desde su base, generando nuevas relaciones sociales.
Como dicen los zapatistas, cambiar el mundo es muy difícil, si no imposible. Una actitud pragmática exige construir un nuevo mundo. De eso se ocupan hoy los oaxaqueños.
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