La tierra en un sentido amplio es el planeta Tierra que Edgar Morin llama la Tierra Patria; los indígenas, la Madre Tierra; Saint-Exupery, la Tierra de los Hombres. En concreto, el terreno con el cual uno toma raíz en ella es una realidad necesariamente colectiva de quienes la trabajan y la garantía de la libertad de quienes la habitan: Tierra y Libertad. Como la calle y la libertad que en ella normalmente circula, no es de nadie, porque es el espacio colectivo de todos los que la animan, en ellas se expresan, gozan o luchan, le dan vida.
El terruño es la patria chica, mi memoria desde la niñez, lo que añoran el migrante y el exiliado, lo que sepulta mis muertos, lo que el Principito llama su rosa con su compañero el zorrito: la materialidad, la vida y la animalidad del hombre y la humanización de la materia, de la vida y del animal hospedados en este terruño. Terruño es inseparable de cariño.
El territorio es el espacio reapropiado por un pueblo, el patrimonio del first people, el pueblo originario que lo ha habitado y modelado en el transcurso de los siglos (acuerdos de San Andrés y Convenio 169 de la OIT), el que alberga la raíz y las ramificaciones actuales de su historia. Tiene y genera soberanía.
Tierra, terreno, terruño y territorio (banamil, osil, y la secuencia lum, jteklum, lumaltik de los tzotziles y tzeltales) y lo que contienen no se venden ni se compran ni se confiscan porque son de los muchos que le deben su existencia colectiva, histórica, cultural, un bien colectivo transgeneracional, la garantía de la existencia futura de quienes los marcaron y los siguen marcando de su sello per secula seculorum. Juntos son una herencia cósmica, un llamado histórico, una memoria activa.
Esto, nos lo recordó la comandanta Kelly en San Cristóbal al salir para la decimoprimera etapa de la otra campaña, el 25 de abril de 2007, identificándola como la Defensa del Territorio: Para los pueblos indígenas, campesinos y rurales, la tierra y el territorio son más que trabajo y alimento: son también cultura, comunidad, historia, ancestros, sueños futuro, vida y madre. Pero desde hace dos siglos el sistema capitalista desruraliza, expulsa a sus campesinos e indígenas, cambia la faz de la Tierra, la deshumaniza.
Metiendo las cosas en su lugar, la flora y la fauna realmente existentes no son obra de la sola naturaleza. Son, para bien o para mal, el fruto circunstancial de un milenario matrimonio entre la naturaleza y la humanidad, es decir, un producto de la historia. Su autor y actor son un sujeto histórico colectivo: los pueblos, cuyos instrumentos han sido sus culturas y su saber global acumulado que, como empieza a reconocerlo la ecología, atinó más que el presunto conocimiento parcial de los científicos.
La naturaleza sola generó el mar, la jungla (la vegetación espontánea del trópico húmedo) y el monte (ídem en tierra fría o templada), las estepas, los desiertos, etcétera. En el transcurso de la historia, el hombre los ha transformado todos en paisajes: los pueblos pescadores o marineros han trazado rutas océanas, construido puertos y diques, escogido y arreglado playas; los mayas han transformado la jungla en selva; los pueblos agrícolas, el monte en una asociación de bosques y parcelas de cultivo; los pueblos de pastores y cazadores hicieron habitables sus estepas al tratarlas como praderas y pampas; los beduinos, al surcar desiertos, hicieron surgir oasis y tendido rutas con sus cruceros.
La naturaleza real opera históricamente desde su longevo matrimonio con el hombre. El hombre humaniza todo lo que toca, lo civiliza y se lo reapropia. La mano del hombre, donde sea y progresivamente, es visible en todo: en las montañas, en el agua, en el suelo, el cielo y el aire, es decir, transforma el planeta tierra en hogar: la tierra de los hombres, a partir del territorio (su reapropiación por un pueblo) colectivamente elegido para que fuera su tierra allí donde, dadas circunstancias evolutivas, era lo mejor porque su sabiduría lo había optimizado en función de sus deseos, sueños y proyecto de vida.
La fauna humana también -no es despreciativo- es huésped de la naturaleza y como tal, autor y actor - hasta de calidad- del devenir ecológico.
2. Otras reservas y reapropiación de territorios. La defensa del territorio se inauguró con la proclamación de dos reservas: en El Mayor, en el norte; en el Huitepec, en el sureste. ¿Qué pretende una reserva? ¿Qué se hace con ella? Se pueden examinar los conceptos, opciones y tipos de manejo que acarrea a partir de las reflexiones anteriores.
Una primera opción, hasta ahora la más difundida, es una medida administrativa (por tanto exógena a quienes las habitaban) que elimina el factor humano de la ecología. Crear una reserva es restaurar la naturaleza, entregándola a expertos de la "conservación". Para que puedan operar se confisca un territorio al pueblo que la ocupaba: para crear en Chiapas la RIBMA (Reserva Integral de la Biosfera de Montes Azules), el gobernador Manuel Velasco Suárez expulsó a los lacandones de su hábitat, concentrándolos en tres nuevos poblados, aunque siguieran siendo los dueños legales de sus 600 mil hectáreas. Treinta años después, otro gobernador, Pablo Salazar Mendiguchía, expulsó a los choles, tzeltales y tzotziles del territorio lacandón (ya reducido a la mitad), cuya administración fue confiada a Conservación Internacional y algunos ambientalistas nacionales que congenian con su fundamentalismo conservacionista; los pueblos indeseables fueron concentrados en tres aldeas estratégicas: en Palenque y en Marqués de Comillas, nuestras reducciones del siglo XXI.
De hecho este conservacionismo es una máscara. Con el mismo discurso ecológico, sus colegas han acabado con el Amazonas en Brasil: el mayor pulmón continental se ha tendido de una red estratégica de autopistas que eliminó la fauna de esta selva convertida en mercancía; cuando se trazó, Ford y Volkswagen se hicieron dueños, cada uno, de 100 mil hectáreas selváticas; el majestuoso río Amazonas en Brasil ya está contaminado a partir de Manaos. En Chiapas quien desembarca del río Lacantún a Montes Azules topa con un gran letrero que anuncia el nuevo color de nuestra selva: Ford Motor Company. Un puente monumental y una carretera pavimentada cruzan el sur de la RIBMA, donde el río Azul se convirtió en chocolatera con riberas pobladas de basura. El discurso conservacionista que se emociona ante la naturaleza es el pasamontañas de Monsanto y otras trasnacionales que prometen bancos de germoplasma, industria transgénica y farmacéutica, biopiratería, o sea, empresas extractivas de riquezas vírgenes de la naturaleza. En los Altos es la misma hipocresía: quienes desafiaron a Zinacantán al promulgar de repente su reserva del Huitepec, en las faldas del pozo artesiano de San Cristóbal, entre sus tres cerros volcánicos de agua (uno de los cuales es el Huitepec), autorizan bancos de arena y grava que convierten en batea babeante de agua nuestro tinaco natural; levantaron un supermercado, un teatro y un "parque" cimentado en humedales, y taponan manantiales bajo la plancha de concreto y de nuevas colonias sin espacio verde, es decir, haciendo imposible la recarga de los mantos freáticos.
La segunda opción es más sutil, se podría calificar de cocacolera. La alusión a esta refresquería viene al caso porque, de hecho, reina sobre las dos reservas creadas por la segunda etapa de la otra campaña: la del Mayor, en el Golfo de California, y la del Huitepec en los Altos de Chiapas. En ambas creó y financia Pronatura, que gestiona reservas forestales en las dos cuencas, en intercambio de lo cual repone con cobertura vegetal eficiente el agua concesionada que surte sus refrescos, le ahorra impuestos por su acción benefactora y tiene voz y voto para la gestión acuífera de estas cuencas, administradas según el clásico balanceo de los ambientalistas: conciliar recursos naturales y superproducción industrial, el imposible matrimonio entre criterios rivales, como diría Wolfgang Sachs. Esta opción no resulta en confiscación y expulsión, es el privilegio vil de un consentido del sistema: el modelo capitalista-empresarial de desarrollo.
La tercera opción es la de la comandanta Kelly. En la vertiente zinacanteca del Huitepec, junto a la Reserva de Pronatura, pero aparte de ella, está la de los zapatistas. Una poderosa esponja vegetal retroalimenta el agua del Huitepec. Dentro de ella, entre espacios tupidos de vegetación espontánea, existen zonas de docta silvicultura: retahílas de robles (árbol que, a diferencia de los pinos, no genera ácido en los suelos, por lo que permite cultivos), de una variedad que acepta la tala sin que desaparezca, propina luz al bosque, y por tanto permite la asimilación clorofiliana de hortalizas o milpas y les ahorra hongos; por su localización forestal, goza de evapotranspiración, es decir, resiste las sequías. De propina regala la leña que todavía necesita la cocina (escandalosamente, pese al gas chiapaneco de Reforma) y, eventualmente, la fabricación y venta de carbón. La variedad de roble escogido hace que, al retoñar, el árbol crezca recto y poderoso (cuando en estado natural, se tuerce en espiral, majestuosamente, pero sin uso posible), lo que ofrece horcones a las casas y hasta buena materia prima a carpinteros. Terminado el periodo escogido de cultivo, los robles siguen desempeñando su papel ecológico, se regenera el tupido tejido vegetal con sus productos espontáneos de consumo corriente entre campesinos: tés, hongos, hierbas medicinales, además de la fauna que hospeda y mejora la dieta.
En la selva Lacandona, antes de que fuera despojada de su producto, primero por las monterías, luego por los chicleros, finalmente por los ganaderos, era lo mismo, como atestiguan todavía espacios poco accesibles a la maquinaria: las caobas y chicozapotes también eran alineados como los robles del Huitepec. Esto no lo hace la naturaleza, sino el saber acumulado de un pueblo, un agente ecológico tan poderoso como la naturaleza. Compatibilizó uso y autorreproducción del bosque, ecología y necesidades básicas con su agrosilvicultura, además de pastoril a veces, por ejemplo sus borregos.
Este criterio corresponde a otra opción y otro concepto de reserva: ni confiscación, ni expulsión, ni máscara, ni otro privilegio que el gozo y el cariño que otorga el territorio: una reapropiación popular y duradera, autosostenible, dicen los ambientalistas, hasta que, ahora, se convierta en blanco de la cancería capitalista en su fase noeoliberal.
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