Tenía 80 años de edad. Venía de ver al médico. Andrés Aubry quería viajar en su vehículo hasta Vicam, Sonora, para asistir al encuentro indígena. Regresaba a San Cristóbal de las Casas. No alcanzó a llegar. Un tractocamión color azul se impactó de frente en su camioneta tracker blanca.
Andrés Aubry se encontraba en un momento de gran productividad. Se había sobrepuesto al profundo dolor que le produjo la pérdida de su compañera, Angélica Inda. Interlocutor privilegiado de la experiencia autonómica zapatista, mantenía con sus dirigentes un diálogo fecundo. Su visión sobre Chiapas había madurado.
Su formación ortodoxa devino heterodoxa. Nacido en Francia en 1927, estudió etnosociología en Beirut, Líbano, y sociología e historia en París. Trabajó en su país de nacimiento, en Bélgica y España. Fue asesor del Concilio Vaticano II, el Celam, la UNESCO y la Conai. Su encuentro con Samuel Ruiz en Colombia fue fundamental para que se trasladara a vivir a México. Llegó a Chiapas en 1973, año de la última inundación histórica de Jovel. La catástrofe –dijo– le enseñó que esa entidad es un estado olvidado por la naturaleza y por los hombres.
Participó en el Congreso Nacional Indígena de 1974. Fundó, junto a Jan Rus, el Instituto de Asesoría Antropológica para la Región Maya AC (Inaremac). Junto con Angélica Inda editó 34 números del Boletín del Archivo Diocesano de San Cristóbal de las Casas.
Andrés Aubry fue, simultáneamente, un intelectual de la otra Iglesia católica chiapaneca y del mundo indígena. Acompañó la forja de la institución eclesial popular de Samuel Ruiz en la diócesis de San Cristóbal, la formulación de la teología india y la reconstitución de los pueblos originarios en Chiapas.
Encontró en Bartolomé de las Casas la matriz de su rebeldía. “La Iglesia latinoamericana –escribió–, como la lucha indígena, tiene 500 años. En Chiapas nació rebelde porque el fundador de la diócesis, fray Bartolomé de las Casas, fue condenado por el rey y la Inquisición en 1570. ¿La razón? Entre muchas otras, pero la mayor: su tesis de que la soberanía del continente es de los indios…”
Este carácter dual lo acompañó hasta su muerte. En la catedral de San Cristóbal se ofició una misa de cuerpo presente. Sus restos fueron velados en el templo de San Nicolás, convertido en capilla ardiente. Allí acudieron indígenas rebeldes de Oventic. Sobre el féretro gris colocaron la bandera rojinegra del EZLN.
Simultáneamente antropólogo, historiador y geógrafo, apostó a la gestación de una nueva antropología que procese la experiencia indígena. Una disciplina que sistematice sus experiencias, teorice sus prácticas y recupere su saber, creando las condiciones para reactivar la memoria colectiva. Encontró en la obra de Ferninand Braudel, Edgar Morin, Inmanuel Wallerstein y Paulo Freire herramientas conceptuales para emprender esta empresa.
Crítico acérrimo de la academia tradicional, Aubry se hizo alumno de los indios. Acusó a científicos sociales de realizar “despojo intelectual” de los conocimientos y sabiduría de los pueblos a los que “estudian”, con fines totalmente ajenos a los de los propios pueblos.
“Sin revolución de la academia –afirmó– es impensable otra ciencia social con enfoques dictados por los de abajo, trabajados y procesados por ellos y en su beneficio, no programada por las clases académicas del SNI, el Conacyt y otras burocracias intelectuales, sino por los actores sociales, no objeto de estudio, sino programadores de nuestros estudios.” El experto habrá de realizar “un encargo y un compromiso de dimensión comunitaria o intercomunitaria, rural o urbana, donde investigará escuchando y resolverá investigando”.
Aubry escribió regularmente en La Jornada. Su primer artículo, sobre la Convención Nacional Democrática, realizada en la Selva chiapaneca, fue publicado en 1994. El último: “Tierra, terruño, territorio”, data de junio de 2007. En sus colaboraciones analizó temas sobre los paramilitares, los desastres naturales en el Soconusco, la Diócesis de San Cristóbal y sus sucesivos obispos, la iniciativa Cocopa y la transformación de Chiapas de república bananera en república maquiladora.
Más que artículos de opinión, sus escritos son esclarecedores ensayos y testimonios sobre la cuestión chiapaneca. Su redacción, siempre erudita, sufría para ajustarse al tamaño requerido para un periódico diario. Nunca protestó por ello. Su prosa estaba salpicada de términos e imágenes nacidas lo mismo del minucioso trabajo en los archivos históricos que del castilla hablado en las antiguas fincas.
A fines de los años 70 coordinó el proyecto en el que jóvenes indígenas recogieron los recuerdos revolucionarios de los viejos de Zinacantán y los publicaron en tzotzil y español en Cuando dejamos de ser aplastados. Su último libro fue una polémica interpretación de la genealogía de su estado adoptivo: Chiapas a contrapelo. Una agenda de trabajo para su historia en perspectiva sistémica.
En alguna ocasión, para explicar la importancia de los acuerdos de San Andrés y la autonomía para los pueblos indios, recurrió a la imagen de un corcel.
Según su relato, un espléndido caballo tenía un único y embarazoso problema: no podía correr. Su dueño gastó fortunas en consultar a especialistas. Nada logró: seguía sin correr. Pero el mozo que lo cuidaba los miraba a todos con una sonrisa de media burla. Desesperado, el amo le preguntó:
–Si creés que sabés, ¿por qué no hablás? ¿Qué decís que tiene?
–¿De veras querés saber? –le respondió el mozo.
–¡Pos sí, ándale!
–Pero es que no me vas a hacer caso –insistió el cuidador.
–Decímelo de una vez. Órale, es la vencida, decímelo –respingó el patrón.
–¿No ves, patrón? –dijo el mozo–. Lo que tiene este caballo es que está amarrado. ¿Por qué no lo soltamos?...
Al igual que el mozo del cuento, Andrés Aubry pasará a la historia como el hombre que dedicó su vida a ayudar a desamarrar las cuerdas que impiden que el corcel de la autonomía indígena corra, reactivando la memoria histórica de los pueblos originarios.
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