La conmoción
Perdimos a Andrés Aubry. No podremos ya escuchar a una de las voces más lúcidas del país ni dejarnos guiar por su corazón valeroso y abierto. Y lo perdimos cuando voces como la suya son más necesarias que nunca, en estos tiempos oscuros en que el cinismo, la desfachatez y la incompetencia dominan el panorama público.
Andrés nos adoptó hace medio siglo, en Chiapas, y contribuyó como pocos a conocernos, a reconocernos. Siguió con amoroso rigor cuanto pasaba en la selva Lacandona, mucho antes de la insurrección zapatista. Desde el instituto que fundó, el Inaremac (Instituto de Asesoría Antropológica para la Región Maya AC), creado para explorar la región maya, siguió por décadas sus transformaciones, documentándolas rigurosamente. Su entrega apasionada al Archivo Diocesano de San Cristóbal, que don Samuel Ruiz le encomendó, nos dio acceso a documentos sorprendentes y convirtió la historia en relato vivo del presente.
Su devoción de documentalista nos ayudaría ahora a mostrar que el increíble cinismo de las cadenas de radio y televisión y su perversión obscena de funciones públicas carecen por completo de novedad. Se inscriben en una antigua tradición que apenas se renueva en sus formas contemporáneas. La cínica defensa a ultranza de los intereses de las clases pudientes no reconoce límites y se realiza al margen de todo sentido de la moral pública.
La modestísima reforma electoral que es pretexto del escándalo apenas toca la superficie de los cambios que hacen falta y constituye un intento limitado de actualizar la legislación mexicana. Al derivar algunas lecciones pertinentes del desastre de 2006 y seguir la dirección de los vientos que corren por el mundo, el Congreso trató, tímidamente, de ajustar algunas normas de los procedimientos electorales a principios democráticos elementales y a exigencias públicas vigorosas. Basta considerar, por ejemplo, que los anuncios de candidatos y partidos en televisión, en el contexto de las campañas electorales, son ilegales en la mayor parte de los países democráticos. Su vigencia en Estados Unidos ha sido ampliamente criticada. Reformas como la que acaba de plantearse en México están en la agenda legislativa de ese país y nadie las considera antidemocráticas.
A final de cuentas, lo que debe tomarse en cuenta es el ánimo ciudadano, que las cadenas quieren manipular. Eduardo Galeano acaba de recordarnos, al respecto, que “la gente quiere que las cosas cambien”. Nos hace ver que necesitamos “estar a la altura de ese desafío, merecerlo. Porque es muy importante que la gente reaccione creyendo que la realidad se puede transformar, contra toda una tradición jodida que hemos heredado de los viejos tiempos coloniales, que es la tradición fatalista de la resignación, lo que yo llamo la cultura de la impotencia, la idea de que mañana es otro nombre de hoy y que la realidad no se puede cambiar. Pero la gente quiere cambios”.
Ése es el momento en el que estamos. Y los cambios que queremos no pueden reducirse a unas cuantas reformas secundarias. El golpe de mano que pretenden dar las cadenas es sólo una ilustración de un estado de cosas insoportable, al que nos han llevado clases políticas irresponsables e incompetentes.
Ante las presiones del día, cada vez más intensas, algunos quieren modificar la orientación de los aparatos institucionales. Para ellos bastaría colocar a su cabeza personas de ideología distinta, con la competencia y legitimidad apropiadas. Piensan que así sería posible abandonar el camino que nos ha llevado a un callejón sin salida y tomar senderos alternativos. Concentran por eso su empeño en las campañas y dispositivos electorales, con la esperanza de que por esa vía conseguirán su propósito.
Otros piensan que lo importante es reformar las instituciones, sin cambiar la orientación actual o adoptando alguna de sus variantes. Bastaría ajustar algunas leyes o procedimientos, restructurar ciertos aparatos o introducir cambios en los estilos de gobierno para poder enfrentar los predicamentos actuales.
Ojos como los de Andrés Aubry permiten ver que nada de eso es suficiente. Que hoy se requiere una conmoción simultánea de ideologías e instituciones; las que dominaron el siglo XX y perduran hasta hoy se encuentran en bancarrota. Y que ésos son los cambios que la gente quiere, cambios que las clases políticas parecen incapaces de concebir y mucho más de llevar a la práctica.
Ya no podremos escuchar a Andrés. Pero si bien nos deja de nuevo a oscuras, sigue siendo fuente de inspiración. Sólo con empeños como el suyo, en que la pasión y el compromiso se unieron al rigor intelectual y a la integridad moral para conducir la acción, podremos enfrentar los desafíos actuales.
Andrés Aubry de memoria
El privilegio de Andrés Aubry fue tan evidente para quienes lo conocieron que todos y cada uno lo cultivaban, cuidaban, agradecían. Muchos tal vez sin darse cuenta, en el fondo lo sabían. Su suave presencia, su sabiduría natural, el joie de vivre que casi nunca lo abandonó, aunque se le desinfló un buen tiempo tras la pérdida de Angélica Inda, su colega, su mujer, su cómplice, su (y aquí un paréntesis para que la palabra se oiga grande) compañera.
Aunque no deja de crecer, San Cristóbal de las Casas sigue siendo una ciudad pequeña entrecruzada de mundos y niveles. Pueblan el valle de Jovel los sancristobalenses y los coletos, y también mucha gente de fuera: por un lado procedente de todo México y muchos países del mundo, y por el otro decenas de miles de mayas, especialmente tzotziles, pero también choles, tzeltales y tojolabales cuando menos. Centro administrativo del indigenismo postmortem que el Estado usa como contrainsurgencia, sede de su ocupación militar, paraíso de espías, agentes de inteligencia y falsas almas perdidas.
Los enconos pueden ser tan grandes como cortas las distancias. En pocas cuadras coexisten la opción católica por los pobres y la derecha oligárquica, el altruismo, el turismo, el oportunismo y el compromiso legítimo de organismos civiles diversos. Bastión de la defensa de los derechos humanos y el feminismo activo, también medra una partidocracia digna de estudio (clínico), acoge a la sociedad civil zapatista en todos sus matices y persiste una academia antropológica y biológica que se caracteriza en ser lejana, envidiosa y pegada a la teta estatal y los programas bancomundialeros.
Poquísimos como Aubry gravitan todos esos niveles en carácter de tesoro colectivo, y para el poder, de contrincante de peso. Es impresionante el número y la diversidad de personas que algo recibieron de él y acudieron a sus exequias para demostrarlo.
No sólo la gente, las calles mismas de San Cristóbal, sus edificios coloniales (la catedral indígena, el convento de Santo Domingo) están en deuda con la reconstrucción del pasado que Aubry hizo durante la segunda mitad de su larga vida. Junto con Angélica levantó y creó el archivo diocesano de San Nicolás; ellos rescataron de sótanos y basureros los documentos, las pistas. Así descubrieron que la más importante historia del lugar, la más rota y viva, es la de los pueblos indígenas. Ponerse a su servicio fue su buena suerte.
De izquierda, hombre libre, teórico social y braudeliano, acabó sintetizándose en el zapatismo, y es de quienes mayor amplitud de pensamiento le han dado. ¿A quién entrevistarán ahora los periodistas, investigadores sociales y pasantes para que explique los fenómenos de Chiapas?
Conocedor de estas naturaleza y la geografía excepcionales, de sus estimulantes pobladores actuales, de sus múltiples pasados, devino activista, pensador orgánico de la reconstitución y liberación de los pueblos indígenas, que acá todavía son mayoría. Llegó hacia 1973, una época en que lo hicieron estudiosos, predicadores, agitadores y artistas. Venía de largas temporadas en Líbano y Perú, y de haber dejado Francia siendo joven. Y le ocurrieron tres cosas. Asistió al histórico Congreso Indígena de San Andrés de 1974. Se vinculó con el obispo Samuel Ruiz para desde las comunidades acompañar la evolución social de su Iglesia. Y sucumbió al imán subterráneo que tiene el cóncavo valle de Jovel, alguna clase de metal ha de ser.
Quizá nadie más recibiría en su funeral la unánime visita de funcionarios y religiosos, comerciantes, activistas, trabajadores, soneros zinacantecos, bases de apoyo zapatistas, diáconos indígenas, profesores de primaria, escritores chamulas, auténticos coletos y auténticos extraños. Todos, hasta los peores, fueron alumnos suyos. Estar con él era compartir las culturas madres y sus lenguas, la política del momento, la antigüedad clásica y el desastroso siglo XX, Paul Valéry, la revolución, la vida cotidiana, los bosques, la selva, una buena mesa. Dotado de una comprensión inmensa, humanista si los hay, intelectual de los que ya no hay.
En paráfrasis de Elías Canetti, cuando muere alguien como él es como si se incendiara una biblioteca. Son irremplazables el pegamento, los vasos comunicantes de su mente, la sustancia de su memoria. Escribió, pero no lo suficiente, por eso su conversación fue tan valiosa. Testigo presencial de todos los acontecimientos clave desde 1994, participó, estudió y dilucidó el fenómeno social sin descuidar el contexto. Inmune a la academia, hubiera sido un trofeo para cualquier claustro del planeta.
En su encanto había un truco. Que quizá no era truco, por eso encantaba: quien lo conocía sentía que él, Aubry, era el afortunado de haber encontrado a alguien tan especial. Jóvenes y mayores, modestos y pretenciosos, hombres y mujeres, indígenas y europeos sentían ser Alguien (“para don Andrés soy importante”). Todos lo éramos. Eso se llama magia.
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