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miércoles, septiembre 26, 2007

La pena de muerte (Robert Fisk )

La medianoche de un jueves me encontraba yo acostado boca arriba en el Coliseo mirando el desfile de estrellas encima de Roma, en el lugar en que los leones destrozaban a los gladiadores y a metros del sitio en que San Pablo fue crucificado y que quedó marcado por su “martirio”. Este último término, desde luego, se ha vuelto incómodo en esta era de bombarderos suicidas, y por eso sólo me queda reflexionar en cómo este centro de crueldad llegó a convertirse en una de las más grandes atracciones turísticas de nuestros tiempos.
Una televisora italiana me pidió hablar sobre la pena capital en Medio Oriente, para una serie que aborda las ejecuciones y los pabellones de la muerte en Estados Unidos. Los dos generadores encargados de inundar con luz la antigua arena reventaron, y eso fue lo que propició este momento de reflexión.
A mis lectores más adinerados les gustará saber que cuesta 75 mil libras esterlinas alquilar el Coliseo por 24 horas (150 mil dólares), es decir que nuestra nochecita bajo las estrellas costó 10 mil 500 libras (más de 20 mil dólares). Aun así, ¿quién podría no pensar en la pena de muerte estando en el Coliseo?
El primer episodio de la serie trató sobre las visitas que un hombre y una mujer italianos hicieron a dos presos estadunidenses que pasaron años en un pabellón de la muerte en Texas. Me impactó el hecho de que ambos reos, independientemente de si al ser ejecutados recordaron durante su estado de coma si habían matado a alguien o no, claramente estaban “reformados” Ambos se arrepentían profundamente de sus crímenes, ambos rezaban porque algún día pudieran vivir vidas decentes, cuidando de sus hijos, haciendo compras y paseando al perro. Es decir, ya no eran entonces los criminales de cuando fueron sentenciados.
Estando en ese predicamento, creo que cualquiera se reforma. Pero sospecho que su condena nada tiene que ver con su culpabilidad o inocencia. Durante la Segunda Guerra Mundial, mi padre era perfectamente consciente de que aquel joven soldado australiano mató a un policía militar británico en París, pero éste prometió vivir una vida recta y justa si era perdonado. Mi padre se rehusó a ser parte del batallón que fusilaría al australiano, y alguien más lo ejecutó por él.
La pena capital, para los que creen en ella, es casi una pasión. Yo pienso que está mas cerca de una adicción, algo así como fumar o beber alcohol, que puede ser curado sólo con la abstinencia absoluta. No existe excusa, sin embargo, para las ejecuciones secretas en Japón, las inyecciones letales en Texas o las decapitaciones afuera de las mezquitas. ¿Pero cómo se alcanza ese estado cuando la humanidad está obsesionada con una muerte que tiene que ejecutarse de manera tan salvaje?
Siempre que los iraníes cuelgan a traficantes de drogas o a violadores, que quién sabe si son culpables o inocentes, de grúas que elevan a estos desafortunados por los aires como pájaros muertos, siempre están rodeados por miles de hombres y mujeres que corean “Dios es grande”. Hicieron esto inclusive cuando fue colgada una joven mujer. Con toda seguridad, algunas de estas personas están en contra de un castigo tan terrible, pero existe, al parecer, algo primario en nuestro deseo por estos asesinatos judiciales.
George Bernard Shaw escribió una vez que si cristianos fueran arrojados a los leones en el Royal Albert Hall, el recinto estaría atestado todas las noches. Estoy seguro de que estaba en los cierto. ¿No era por eso que miles de romanos atestaban este mismo siniestro coliseo en que yo estuve tumbado sólo para ver una carnicería? ¿No fue la ejecución de Saddam Hussein parte de nuestros intentos de distraer a los iraquíes con pan y circo? ¿No eran los aullidos de los verdugos, grabados en video con un teléfono celular el equivalente a los gladiadores que ejecutan con la espada a sus enemigos? No olvidemos que la ejecución no es prerrogativa exclusiva de estados y presidentes.
El ERI practicó la pena capital. Los talibanes perpetran ejecuciones lo mismo que Al Qaeda. Según escuché de boca del mismo Osama Bin Laden, él cree en el castigo islámico de la decapitación.
Recuerdo a la multitud que linchó a tres colaboradores palestinos en Hebrón, en 2001. Sus cuerpos casi desnudos se mecían colgados de torres de electricidad mientras niños pequeños arrojaban piedras contra sus torsos. Miles se unieron en una rugiente carcajada cuando sus cadáveres fueron arrojados dentro de un camión de basura. Yo estaba tan estupefacto que no pude escribir notas en mi libreta, que en cambio llené con dibujos de esta obscenidad. Ahí están aún esos hombres, en las páginas de mi cuaderno, colgando cabeza abajo como San Pablo, con las piernas abiertas y los cuerpos llenos de quemaduras de cigarrillos.
Los antagonistas principales en esta absurda “guerra contra el terror” que se supone todos están combatiendo, es decir, los señores Bush y Bin Laden, siempre están hablando sobre la muerte y el sacrificio. No obstante, Bin Laden, en su último video, mostró una fe conmovedora en la democracia estadunidense cuando aseguró que la gente votó por Bush y le dio su primera presidencia.
Para Bin Laden, el 11 de septiembre de 2001 fue un “castigo” por la sangre que los estadunidenses han derramado en el mundo musulmán. Es un hecho que cada vez más ataques, tanto de guerrillas como de soldados ortodoxos, se están convirtiendo en operaciones de venganza. ¿No fue el primer sitio en Fallujah la venganza por el asesinato y la mutilación de mercenarios estadunidenses? ¿No fue Abu Ghraib, en parte, “nuestra” venganza por los ataques del 11 de septiembre y nuestros fracasos en Irak?
Muchos de los ataques suicidas en Medio Oriente, en Palestina, en Afganistán, en Irak, son bautizados con el nombre de “mártires” que murieron en operaciones anteriores. Al Qaeda en Irak señaló de manera muy explícita que había “ejecutado” a tropas estadunidenses en respuesta a la violación y asesinato de una joven iraquí al sur de Bagdad.
Sin embargo, me temo que el problema real va más allá de del acto individual de matar, sea o no dentro de un sistema judicial. De modo extraño y aterrador, creemos en la muerte violenta; la consideramos una alternativa política que tiene que ver tanto con la autopreservación a escala nacional como con el castigo contra infractores individuales bien identificados. Creemos en la guerra.
Si no es así, ¿qué fue la agresión que implica la invasión a Irak de 2003, por ejemplo, si no una pena capital aplicada a escala masiva? Nosotros, las naciones “civilizadas”, al igual que los ejércitos oscuros, creemos que estamos en guerra y nos hemos convencido de que infligir la muerte en inmensa escala puede justificarse moralmente.
Ese es el problema, me temo. Cuando vamos a la guerra nos ponemos capuchas y jalamos la palanca de la horca. Mientras sigamos enviando a nuestros ejércitos a arrasar otros lugares, sin importar la justificación, seguiremos linchando, fusilando y decapitando a nuestros “criminales” y “asesinos” con el mismo entusiasmo con que los romanos aplaudían la sangre de hombres en el Coliseo, hace 2 mil años.
© The Independent





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